La fe de los pequeños
P. Fernando Pascual
14-11-2015
Es uno de los textos más hermosos del Evangelio: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” ( Mt
11,25).
En un mundo donde conviven ideas y opiniones contrapuestas, donde se lanzan interpretaciones
complejas y teorías sin fundamento, donde la prensa ensalza a quien protesta contra el magisterio y
margina a quien vive una fe sencilla, las palabras de Cristo adquieren una belleza particular.
Porque el mundo de Dios resiste la soberbia humana (cf. Lc 1,51), mientras que los humildes, los
sencillos, los abiertos, los desprendidos, los generosos, pueden entrar en el Reino de los cielos.
Solo los pequeños saben reconocer sus pecados. Evitan las autojustificaciones. Se apartan de lo
complicado. No sucumben a las modas. Dejan de lado vanidades y avaricias que anulan y destruyen.
Son ellos los que reciben con alegría y acogen con docilidad la Palabra que salva (cf. St 1,21), porque
sus corazones no tienen prejuicios que les encarcelen ni miedos que les aparten de la valentía cristiana.
La fe de los pequeños surge en quienes aceptan la luz que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,9). Así,
aprenden a ver las cosas en su sentido pleno: como señales que nos hablan de Dios, como escaleras que
nos llevan, paso a paso, al encuentro con nuestro Padre bueno.
Esa fe abre los corazones a la misericordia y permite el gran milagro de la salvación. Por eso los
pequeños entran a formar parte de la multitud innumerable de quienes han lavado sus vestiduras en la
Sangre del Cordero (cf. Ap 7.14).
Son ellos quienes empiezan a cantar, ya desde su vida terrena y luego para siempre en el cielo, a Cristo,
porque les ha librado de la muerte y les ha ofrecido la vida verdadera y eternamente dichosa...