¿Dónde hemos dejado la gracia?
P. Fernando Pascual
29-10-2015
Un aspecto central de la doctrina cristiana es el que se refiere a la gracia. Parece, sin embargo, que
muchos no la comprenden, que otros la han olvidado, y que no pocos prefieren hablar de sucedáneos
que no son realmente gracia.
¿Qué es la gracia? El “Catecismo de la Iglesia Católica”, que se nutre sobre todo de la Biblia y de la
Tradición, según la explican los Concilios, los Santos Padres y el Magisterio, habla continuamente de
la gracia y de sus diversos tipos.
Exponer toda la doctrina de la gracia llevaría a escribir varios libros. Si queremos ser breves, podemos
fijarnos en algunos números del Catecismo dedicados de modo especial a este tema.
El n. 1996, al explicar que nuestra justificación “es obra de la gracia de Dios”, nos da una primera
definición: “La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada:
llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 1,12-18), hijos adoptivos (cf. Rm 8,14-17), partícipes de la naturaleza
divina (cf. 2P 1,3-4), de la vida eterna (cf. Jn 17,3)”.
Esta definición encuentra matices y aclaraciones importantes en el número siguiente (n. 1997): “La
gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el
Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como «hijo adoptivo»
puede ahora llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le
infunde la caridad y que forma la Iglesia”.
Estos dos números (y podrían citarse muchos otros) abren un horizonte maravilloso. Por un lado,
presentan la gracia desde la perspectiva de la justificación, de la salvación, que Cristo nos ofrece de
modo gratuito y misericordioso. Esa salvación nos saca del pecado y nos permite llegar a ser hijos en el
Hijo, al mismo tiempo que nos introduce en la gran esperanza de una vida eterna en Dios.
Además, la gracia nos hace participar de la misma vida divina. Y si Dios es Amor, nos permite
abandonar el mundo del pecado, del egoísmo, de la muerte, para entrar a formar parte de la comunidad
de los salvados, del Cuerpo Místico de Cristo, en donde la ley consiste precisamente en el amor.
Sólo desde la acogida del don de Dios, que llega a transformar nuestros corazones gracias a la acción
del Espíritu Santo, empezamos a vivir realmente como cristianos.
No estamos ante afirmaciones abstractas ni incomprensibles. La doctrina de la gracia nos recuerda la
maravilla del Amor misericordioso de Dios que envió a su Hijo para rescatarnos del mal, para
invitarnos a la conversión, para introducirnos en el mundo de la fe a través del bautismo que nos hace
hermanos y miembros de la Iglesia.
Solo desde la gracia se comprende que nuestra “vocación a la vida eterna es sobrenatural” y que
“depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí
mismo” (n. 1998).
Hablar de la gracia es hablar de un “don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu
Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora,
recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf. Jn 4,14; 7,38-39)” (n.
1999).
Cuando dejamos de lado estas enseñanzas, olvidamos aspectos centrales de nuestra fe. Somos
cristianos no simplemente por una opción personal ni por haber nacido en un determinado lugar
geográfico, sino por un regalo personal de Dios que nos predestinó, por puro amor, a ser creaturas
nuevas en Cristo (cf. Rm 8).
A la hora de afrontar los grandes retos de nuestro tiempo y la crisis que afecta a millones de católicos,
sea a nivel personal, sea a nivel matrimonial y familiar, necesitamos recordar estas verdades.
A través de ellas tocamos directamente el centro del mensaje cristiano: Dios es Amor, nos llama a la
conversión, nos ofrece su misericordia, nos invita a ser hijos en el Hijo, y nos da, con la gracia, una
vida nueva que nos permite dejar el pecado y avanzar por el camino de la salvación hacia la meta
eterna: el cielo.