La inevitable derrota de la vida
P. Fernando Pascual
24-10-2015
Cada ser vivo surge en un momento determinado, camina durante un tiempo, y termina. Su final es
seguro: la muerte. Una muerte que llega, tarde o temprano, al elefante y a la tortuga, al tulipán y al
roble, al halcón y a la paloma...
Lo que se dice de los seres vivos en particular vale para las especies en general. Por más individuos
que haya entre las abejas y las hormigas, por más medicinas que ofrezcamos a los humanos, unos y
otros, algún día, desaparecerán como los dinosaurios.
La vida se caracteriza por esa inevitable derrota de la muerte. Ningún ser vivo tiene garantizada una
supervivencia eterna. Todos darán un día un adiós definitivo a la existencia terrena.
Entonces, ¿qué sentido tiene luchar contra las enfermedades, contra el hambre, contra las guerras,
contra los desastres naturales? Ciertamente, deseamos que los vivientes sigan un año, y otro, y otro;
pero todos los esfuerzos no son suficientes para impedir una catástrofe que llegará inevitablemente,
aunque sea más o menos tarde.
Será una catástrofe que afecta al individuo: habrá un momento final para ese jilguero que tantos niños
admiraron. Y será la catástrofe de la especie: las extinciones son inevitables, aunque se produzcan
dentro de millones de años.
A pesar de todo, la vida humana, caduca y frágil como cualquier otra vida, tiene una característica
íntima que la abre a lo eterno. El deseo de la verdad, la aspiración a la justicia, el hambre de belleza, no
serían plenos si no estuviesen orientados a continuar más allá del tiempo terrestre.
Por eso, la vida, derrotada en la muerte de los individuos y en las extinciones de las especies, tiene en
cada ser humano un brillo particular, una fuerza que pervive más allá de la tumba. No puede terminar,
como no termina todo lo bello, noble y justo que nace de los corazones grandes, porque los conduce al
encuentro definitivo con el Dios amante de la vida...