MIRANDO VUELOS
Si fuese un observador de aves me haría un festín ya que no es necesario
esfuerzo alguno para encontrarse con ellas.
Parecía existiese un pacto de convivencia con los pobladores del lugar.
No si ellos están y las disfrutan.
No sé si ellas están y los ignoran.
Lo real es que existe una presencia abundante de ellas en una tranquila
convivencia con los humanos.
Tal cosa llama mi atención puesto uno no está acostumbrado a esa realidad
donde los humanos apenas logran convivir con ellos mismos.
Una doble realidad llama mi atención. Por un lado la importante cantidad de
aves que se encuentran y por otro lado la notable variedad de ellas.
Las primeras aves que se ven, por cantidad y chillidos, son un grupo de
golondrinas. Van y vienen haciendo saber que hemos interrumpido en un
espacio que es de ellas. Posadas en las cornisas de la casa hacen saber de
un ir recuperando lugares que, año a año, ocupan ellas.
Una golondrina insiste en acercarse a un pequeño hueco existente en una
de las paredes de la casa. En todos y cada uno de los intentos es
ahuyentado por un pequeño casal de pajaritos marrón y amarillo que,
parecería, ya se han adueñado de ese espacio.
Un atrevido benteveo, desde una rama desprovista de hojas, grita un “bicho
feo” reiterado. Creo que lo dice mirando que lo observo detrás del vidrio de
la ventana. Se pone atento y silencioso. En un determinado momento se
lanza en picada para regresar a la rama con un insecto en su pico.
En el centro de un camino de grava un cardenal gris de copete rojo picotea
tranquilamente. Me acerco despacio. A menos de un metro de distancia
detiene su actividad y me observa. Al saberme observado me detengo y
ambos nos miramos muy quietos. Al poco tiempo él continúa picoteando
como si yo fuese un algo más del paisaje.
Tres coloridos “pica palos” se pasean largamente por un espacio de terreno
andando y deteniéndose a hurgar debajo de los pastos allí existentes en
busca de alimento mientras un picaflor revolotea incesante sobre las flores
que en ese espacio se encuentran.
En otro espacio de terreno, a corta distancia de allí, un numeroso grupo de
sabias, zorzales y algún hornero dando pequeños saltos se alimentan a
prisa.
Todos se detienen cuando algún chimango, desde la altura, sobrevuela el
lugar lanzando chillidos amenazadores.
Un casal de jilgueros se pasean por unos arbustos casi secos y
escondiéndose, de vez en cuando, entre unas enredaderas que poco se
alzan del suelo.
Pero no he venido a este lugar para gastar el tiempo observando aves.
He venido a este lugar para observar la fragilidad de mis alas y la pobreza
de mis vuelos.
No poseo grandes colores que digan de mi forma de ser.
No poseo un sonoro canto que diga de la coherencia de mí actuar.
No poseo características tales que digan de autenticidad.
Debo reconocer que mis alas ya no poseen la fortaleza de tiempos
anteriores.
Debo reconocer que mis alas me permiten volar pero mis vuelos carecen de
la audacia y el coraje de otros tiempos.
Desde mis vuelos, siempre ansiosos del sol, mis alas saben que el sol está
lejos.
Desde mis vuelos voy encontrando seres que me permiten continuar
intentándolo con sus vuelos plenos de sol.
Desde mis vuelos voy descubriendo la necesidad de hacer un alto para
descansar mis alas y adquirir coraje para nuevos vuelos.
Padre Martín Ponce de León S.D.B