Errores y pecados
P. Fernando Pascual
4-10-2015
Errores se cometen con frecuencia. Poner sal en vez de azúcar en el café. Dejar encendida, por
descuido, la luz del cuarto al salir de casa. Cerrar el coche con las llaves dentro...
También los pecados son frecuentes. Mentir para ganar puntos o evitarme problemas. Tomar (robar) un
objeto de una tienda para usarlo en casa. Permitirse una mirada maliciosa y torpe hacia otra persona,
real o “virtual”.
¿En qué se diferencia un error de un pecado? A veces puede conseguirse el mismo resultado: se
provocó un incendio en la oficina. Pero si se trató de un error, es porque alguien no estuvo lo
suficientemente atento a unos cables, y pasó lo que pasó. Si se trató de un pecado, hubo malicia,
planeación, deseos de provocar daños por venganza o simplemente desde un vandalismo salvaje.
El error supone un fallo en el pensamiento, o prisas de la voluntad. En los dos casos, puede haber algo
de culpa (aunque no siempre la hay): valía la pena pensar mejor las cosas antes de apretar aquel botón,
y siempre es bueno no dejarse arrastrar por las prisas.
En cambio, el pecado supone mala voluntad, percepción del mal que uno está a punto de cometer,
ambiciones que llevan a saltarse una norma buena para conseguir un beneficio injusto, actitudes de
venganza, perezas consentidas que llevan a la irresponsabilidad, deseos de evitarse problemas.
Luchar contra los errores implica estar más atentos, vivir con una prudencia mayor, mantener una
actitud interna de serenidad y de apertura a aquellos aspectos de la vida que tienen importancia, para
evitar daños que luego afectan a otros o a uno mismo.
Vencer el pecado es posible si hay un deseo firme y convencido de que lo más importante en la vida no
es realizar la propia voluntad, sino lo que me enseña y pide Dios, mi Padre. Porque si entiendo que ese
Dios es bueno, que busca mi bien y el bien de otros, trabajaré seriamente para hacer aquello que Él me
sugiere en la Biblia, en los Mandamientos, en las enseñanzas morales de la Iglesia.
El camino de la vida está lleno de errores y pecados. Sobre los primeros puede no haber culpa (aunque
a veces uno reconoce su falta de atención y su responsabilidad en lo ocurrido). Sobre los segundos, la
culpa exige romper con el mal cometido con un arrepentimiento sincero, desde la apertura a la gracia.
Entonces podré recibir en la confesión esa misericordia que perdona a quien tiene un corazón contrito y
humillado (cf. Sal 51).