Necesito un abrazo
P. Adolfo Güémez, L.C.
«No puedo más, necesito un abrazo». ¡Cuántas veces nos hemos sentido así! Después de un
problema, de un día intenso, de una traición; o durante una enfermedad o tragedia. Hay algo
en nuestro interior que nos lo pide.
Esto se debe a que la persona no está hecha para vivir en soledad. Su esencia es el amor. Su
camino para la plenitud son las demás personas, la relación con ellas.
De ahí que cuando viene la soledad exclamamos: «¡Sólo necesito un abrazo!» Pero no
siempre lo podemos recibir. Al menos de la manera en que lo imaginamos.
El ser humano no fue creado para vivir encerrado en sí mismo. No podemos, no debemos,
no nos conviene aislarnos. Los abrazos son necesarios. Pero no a cualquier costo.
Un abrazo inconveniente puede terminar en una experiencia amarga. Como cuando los
esposos están pasando por una crisis y uno de ellos busca refugio en alguien más. O cuando
detrás del abrazo de un simple amigo del sexo opuesto, busco algo más que solo eso.
Los abrazos son buenos, incluso indispensables. Pero siempre de una manera ordenada.
Existen dos tipos de abrazos. El primero y más común es el físico. Y dentro de este hay
muchos y muy variados.
El de la pareja, que reconforta, sostiene y otorga un sentido de pertenencia único.
El de los papás, que nos da seguridad, aplomo, incondicionalidad.
El de los hijos, que es anhelado como el de un sediento en busca de agua.
El de los amigos, que llena de alegría y expande el corazón.
El de mis compañeros de equipo después de un partido, que crea solidaridad si se ha
perdido, y alegría si se ha vencido.
El de mis compañeros de trabajo cuando terminamos un proyecto, que es como el sello
final de haber llevado a término una obra difícil.
El de una persona que te ha perdonado una ofensa, que es como un bálsamo que aplaca el
ardor del alma.
El segundo tipo son los abrazos espirituales. Y si abrimos los ojos de la fe, nos daremos
cuenta de que también abundan.
El de alguien a quien hemos ayudado de manera anónima, o el de quien nos ha auxiliado a
nosotros de la misma manera.
El de Dios, cuando estamos en dificultades, o en un momento de oración profunda, en una
confesión bien hecha o en una misa que llega a lo profundo de mi ser.
El de un ser querido que ya ha partido al cielo, pero que de una manera misteriosa se
manifiesta en mi corazón, sea a través del simple recuerdo o de algún otro acontecimiento
que sin buscarlo se relaciona con él.
También está el agradable recuerdo de un amigo que vive a la distancia, y que ni el tiempo
ni los kilómetros son capaces de alejar del todo.
El de la alegría de contemplar la naturaleza, porque sabemos que a través de ella Dios nos
manifiesta también su amor.
En fin, los abrazos son múltiples. Y todos necesitamos dar y recibir varios de ellos al día.
No permitas que tu felicidad sea seca, refréscala con un abrazo conveniente, entregándolo y
recibiéndolo con cariño.
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