Una fe que cura a la razón
P. Fernando Pascual
22-8-2015
Décadas y décadas de libros, conferencias, películas, novelas, han transmitido una idea que para
muchos es casi un dogma: creer impide pensar; dejar de creer lleva a avanzar hacia la madurez y a
entender mejor cómo es la realidad.
¿Es así? Cuando uno recuerda los millones de muertos provocados por las ideologías ateas, por los
liberalismos salvajes, por los dictadores sin escrúpulos, por los jacobinos de todos los tiempos, se hace
evidente que fuera de la fe hay comportamientos sumamente graves.
Si, además, vemos cómo cada año son eliminados millones de hijos en el seno de sus madres por el
aborto (ilegal o “legal”). Si constatamos con dolor cómo miles de familias se destruyen por culpa de la
infidelidad, de la droga, del alcohol, de la pornografía, de la avidez, de las dependencias de Internet...
Si, además, constatamos cómo desde una malentendida autonomía de la vida pública se aprueban leyes
que llaman matrimonio a lo que no lo es; que permiten experimentar con embriones humanos como si
fuesen animales de laboratorio; que van contra la sana libertad de expresión en nombre de una
pseudotolerancia que es más bien totalitarismo camuflado...
Entonces hay que reconocer que la razón ha llegado a enfermarse en tantos lugares donde muchos han
abandonado la fe, incluso entre quienes, como gobernantes, jueces o profesores, estarían llamados a
promover la verdad y no el sofisma.
La historia nos muestra que existe un camino diferente: pueblos y culturas que aceptaban injusticias
atroces e ideas absurdas, entre las que no faltaban sacrificios humanos o esclavismos salvajes, dejaron
a un lado el desprecio hacia los inocentes precisamente desde que empezaron a acoger, pensar y vivir
seriamente según la fe católica.
El mundo de hoy necesita hombres y mujeres convencidos, creyentes auténticos y valientes dispuestos
a dar su vida por Cristo y por todo lo bueno que Dios ha dado al ser humano. También para preservar
el verdadero sentido de las palabras, la naturaleza propia de instituciones como el matrimonio o la
familia, el respeto a la vida de los más indefensos: los pobres, los ancianos, los enfermos, los hijos
antes de nacer.
La fe verdadera no es enemiga del pensamiento, sino su mejor aliada. Porque esa fe cura a la razón,
fortifica los corazones, abre los ojos a un conjunto maravilloso de verdades, y permite trabajar por un
mundo más sano, más solidario, más sensato, más abierto a Dios (nuestra meta definitiva y nuestro
Salvador) y a los hombres y mujeres que caminan a nuestro lado.