Modernidad que muere
P. Fernando Pascual
4-7-2015
El tiempo no perdona. Los hombres nacen, viven, mueren. Las ideas fluyen, mantienen su “energía”
mientras son pensadas, defendidas o atacadas. Al final, una tumba virtual acaba con millones de
reflexiones y propuestas.
Es cierto que un libro conserva, a lo largo del tiempo, unas letras, unas palabras, unas ideas. Pero una
página de libro está muerta si nadie la lee, si ninguna mente reflexiona sobre ella.
La modernidad (¿qué fue, qué es, qué será?), como todo movimiento de ideas, también está destinada a
la muerte. Porque algún día no habrá hombres sobre la tierra. Porque ya ahora miles de tertulias,
discusiones y frases ingeniosas de otros tiempos han quedado borradas por la marea del olvido.
La modernidad muere inexorablemente. No sirven las bibliotecas para reanimarla. Nada consiguen los
archivos electrónicos para detener la muerte de los humanos. La nube, ese nuevo fenómeno de Internet,
no puede detener el olvido y ni mantener “en vida” a científicos, literatos, políticos o gente sencilla.
¿Queda, entonces, algo? Sólo queda lo que está tocado por el espíritu, lo que va más allá de la materia,
lo que no se rinde al flujo de las neuronas. Queda lo que tantos hombres del pasado y también del
presente conocen como “alma”.
Porque el alma no es como la modernidad. Sobrevive a la muerte, salta a una forma de existencia
nueva y sorprendente. En el corazón de Dios, cada alma tiene un valor eterno, y es premiada o
castigada según las opciones que cada uno haya realizado aquí en la tierra.
Mientras ríos de tinta y discusiones apasionadas buscan dar vida a una modernidad agónica, lo único
que vale la pena es el amor auténtico. Ese amor, que se abre a Dios y acoge a los hermanos, pervive
inmortal, porque está nutrido con un Pan bajado del cielo. “El que coma este pan vivirá para siempre”
( Jn 6,58).