A LA LUZ DE LAS PARÁBOLAS DE JESÚS
LA PARÁBOLA DEL FARISEO Y EL PUBLICANO
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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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La Palabra:
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban mucho en sí mismos, teniéndose por justos, y
despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar, el uno fariseo, el otro publicano. El fariseo, en pie,
oraba para sí de esta manera: ¡Oh Dios!, te doy gracias de que no soy como los demás hombres rapaces, injustos,
adúltero, ni como este publicano. Ayuno dos veces en la semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo. El publicano
se quedó allá lejos y ni se atrevía a levantar los ojos al cielo, y hería su pecho, diciendo: Oh Dios, sé propicio a mí,
pecador! Os digo que bajó éste justificado a su casa y no aquél. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se
humilla será ensalzado. (Lucas 18, 9-14)
La Reflexión:
La estampa del fariseo, como estricto seguidor de la ley de Moisés; frente al publicano como ser
despreciado, nos invita a reflexionar sobre el tema de la exclusión y la humildad. ¿Quién es quién para juzgar?
Ciertamente, el fariseo mostraba una actitud arrogante, estaba encumbrado, todo lo veía perfecto, no precisaba para
nada de Dios; sin embargo el publicano reconocía sus limitaciones ante el Creador y quería reconciliarse con Él a
través del perdón. Por consiguiente, sería bueno hacernos el siguiente propósito…
Uno es nada y lo es todo.
Pensar que somos nadie.
Saber que no se sabe nada.
Sentir que la vida es compartir.
¡Que comienza donde acaba el orgullo!
Evidentemente, el engreimiento, la vanidad, nos destruye como personas; y, así, en ocasiones pensamos
ocupar el sitio de Dios, injertándonos de una soberbia que nos devasta como seres humanos. Deberíamos ablandar
nuestros corazones, puesto que el modelo de este camino de salvación es Dios mismo, su Hijo, que se anonadó a sí
mismo y obedeció hasta la muerte y una muerte de cruz. Por tanto...
Adorar a Dios, servir a los demás.
No hay más grandeza que donarse.
Dejarse guiar por el amor para crecer.
Vestirse de niño y revestirse de humildad.
¡Confiarse a Dios, que Dios siempre perdona!
No podemos dejar de lado la meditación; donde el fariseo hace una oración de complacencia hacia sí
mismo; y, en cambio, el publicano apenas se atreve a levantar los ojos al cielo, abandonándose a las manos de Dios e
implorando su misericordia, reconociéndose pecador. Recordemos que "si un cristiano - en palabras del Papa
Francisco- no es capaz de sentirse pecador y salvado por la sangre de Cristo crucificado, es un cristiano a mitad de
camino, es un cristiano tibio". Y, "cuando encontramos iglesias decadentes, cuando encontramos parroquias
decadentes, instituciones decadentes, seguramente los cristianos que están allí jamás han encontrado a Jesucristo o se
han olvidado de ese encuentro con Jesucristo". En consecuencia...
El Señor es mi pauta.
Me orienta hacia la luz.
Me conduce en las noches.
Me modela con sus heridas.
(Sus heridas nos han sanado).
¡Vivamos para el amor y para el amar!
Sin duda, la conclusión es una recomendación a la humildad y una condena a la soberbia, "porque todo el
que se ensalza será humillado y todo el que se humilla será ensalzado". Mientras el publicano nos presenta una
conciencia penitente, en la que manifiesta arrepentimiento, además de ser consciente de la fragilidad de su propia
naturaleza, el fariseo se justifica él solo, hallando escusas para cada una de sus faltas. Nos hallamos, pues, ante dos
actitudes distintas, la del fariseo pletórica, la del publicano de insatisfacción. En cualquier caso, tengamos presente
siempre…
Nada valemos por sí mismos.
Sin el creador nadie es nada en nada.
Somos tan débiles como el agua en el fuego.
Sin su espíritu la misma arcilla se desmorona.
Ante Él, todo es lo que tiene que ser:¡ Vida y más Vida!
Por consiguiente, a poco que nos adentremos en esta parábola, descubriremos que, realmente, se nos pide a
todos no dejarnos alentar por una actitud farisaica. "¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?", se
pregunta San Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: "¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo
nuestro Señor!" ( Rm 7, 24-25). El fariseo está tan seguro ante el altar que dice: "Te doy gracias Dios porque no soy
como todos estos de Nínive ni siquiera como ese que está allí. Y ese que estaba allí era el publicano, que decía sólo:
Señor ten piedad de mí que soy pecador". Justamente, por esto...
Gracias, Dios mío,
por tu cobijo en mis soledades,
por tu bondad ante mis tropiezos
por tu compasión hacia mis culpas,
¡por limpiar mis pecados y por salvarme!
Al fin y al cabo, todos necesitamos de la misericordia de Dios. Así que "el verdadero signo de Jonás es
aquél que nos da la confianza de estar salvados por la sangre de Cristo. Hay muchos cristianos que piensan que están
salvados sólo por lo que hacen, por sus obras. Las obras son necesarias, pero son una consecuencia, una respuesta a
ese amor misericordioso que nos salva". Desde luego, las obras por sí mismas, sin este amor misericordioso, no son
suficientes. Por eso; amor a Dios y amor al prójimo, siempre próximo, no han de faltar en nuestro camino hasta
alcanzar la mansedumbre.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
27 de junio de 2015