El bien y la ética
P. Fernando Pascual
30-5-2015
Nuestra vida está llena de decisiones. Escojo dormir un poco más o levantarme antes, comer pasta o
arroz, leer un blog o un periódico “clásico”, visitar un museo o pasear por el campo.
Cada elección busca alcanzar algo que considero bueno. Si prefiero quedarme más tiempo ante la
computadora es porque pienso que así estaré mejor. Si leo un libro en vez de otro es porque supongo
que el primero tiene mejores contenidos o resulta más interesante que el segundo.
Muchas decisiones están envueltas en lo que podemos llamar la “pregunta ética” por antonomasia: esto
que me gusta y deseo, ¿es justo, es correcto, respeta los criterios fundamentales de una acción honesta
y bella?
Esa pregunta nos enfrenta a nosotros mismos. No basta con el simple gusto para justificar nuestro
comportamiento. Lo percibimos claramente cuando, después de un capricho que nos perjudicó a
nosotros mismos o dañó a otros, la conciencia nos recrimina por lo que hemos hecho o por lo que
dejamos de hacer.
El horizonte ético acompaña nuestras decisiones libres. En cada una de ellas escojo lo correcto o lo
equivocado, lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto. En cierto modo, oriento lo más profundo de mi
vida: si voy a caminar según deseos egoístas, o si empiezo a abrirme hacia Dios y hacia los demás.
En el fondo, vivir éticamente significa realizar el bien de modo integral, en el respeto de las diferentes
dimensiones de mi vida: personal, familiar, social, profesional, religiosa. Optar por un comportamiento
desordenado y egoísta me permitirá alcanzar, ciertamente, algún “beneficio”; pero el precio será muy
alto: heriré mi conciencia y provocaré daños en mis relaciones con los demás.
Una ética sana me ayudará a descubrir cuál es el bien integrador y adecuado en este momento de mi
vida, a ordenar mis deseos, a escuchar a los demás en sus exigencias legítimas, a vivir de un modo
menos egoísta y más abierto. En otras palabras, una ética sana me permite realizar el bien en su
expresión máximamente humana: con la mirada puesta en Dios y en quienes recorren, como yo, un
camino que adquiere su sentido pleno cuando vivimos orientados hacia lo eterno.