EL DESAFÍO DE LA CRUZ
Repentinamente se me ocurrió.
Como idea estaba interesante pero debía saber si era posible su realización.
Suponía debía poder lograrse pero…… quizás necesitaba de algún programa
especial.
Conté mi idea y se me dijo: “Sí, se puede hacer. Déjame probar porque
hace mucho que no lo hago y me recuerde como se hace. Pero, sí, se
puede”
Aún perdura en mi interior aquel momento del camino de la cruz.
Un camino de la cruz que comenzaba con una cruz vacía.
Un camino de la cruz que concluía con la misma cruz vacía del comienzo
que se iba llenando de rostros.
Aquel madero vacío del comienzo volvía a hacerse presente para ser,
progresivamente, ocupado por diversos y variados rostros.
No eran rostros de seres extraños.
No eran rostros tomados de algún álbum de fotos.
Eran rostros de seres bien concretos.
Eran rostros a los que podía identificar certeramente.
Eran rostros que, bien lo sabía, me están desafiando.
Podrían encontrarse otros rostros, sí, muchos otros rostros.
Rostros de esos muchos seres que, en los diversos lugares, se han
introducido en mí y son parte de mi historia.
Los que aparecían en la cruz como los que podía añadir son rostros bien
concretos, con sus realidades bien concretas y particulares.
Lo de Jesús siempre es así.
La suya no es una presencia que se pierde en el tiempo pasado o entre las
brumas de la historia.
Lo suyo está lleno de hoy y de la necesidad de involucrarme con ello.
Lo de Jesús se descubre y prolonga en cada ser que hace a nuestra historia
personal.
Cada ser con su originalidad y con su vida que debe ser descubierta y
aceptada.
Por ello lo de Jesús comenzamos a vivirlo cuando comenzamos a dirigirnos
al otro por su nombre.
Ojo, mire que los rostros que nos dicen de Jesús no son únicamente
aquellos que nos reclaman desde su necesidad sino, también, aquellos que
nos alientan e impulsan.
También desde el conocer el nombre de cada uno de ellos es que
comenzamos a vivir lo de Jesús.
Lo de Jesús no ha sido una vida que se ha quedado en una cruz suspendida
entre el cielo y la tierra.
Es una cruz que siempre está plena de rostros que nos piden lo de Jesús
para con ellos.
Esa es nuestra cruz de cada día.
A cada uno de esos rostros necesitamos brindar lo de Jesús que está en
nosotros.
La cruz no es otra cosa que un gran acto de amor que se brinda con
totalidad y desinterés.
Un acto de amor que se prolonga desde lo nuestro.
Siempre, todo acto de amor, dice de una doble realidad. Aquel que lo brinda
y aquel que lo recibe.
Siempre, todo acto de amor, dice de respeto, entrega y desinterés.
Siempre, todo acto de amor, dice de un compromiso asumido y hecho
práctica.
Cada uno de esos rostros que hacen y dicen de nuestra cruz de cada día
deben recibir, a diario, esas realidades que digan de nuestro amor por ellos
que es nuestra forma de que reciban el Jesús que está en nosotros.
No estamos llamados a vivir un amor de grandes demostraciones sino
desde esos pequeños detalles cotidianos que dicen de nuestra aceptación y
cercanía con el otro.
Una cercanía que se expresa en la atención por tener presente esas grandes
y pequeñas realidades que hacen a la vida del otro.
Una cercanía que se manifiesta en pequeños detalles que no hacen otra
cosa que aumentar nuestro saber que no debemos estar al margen de lo
suyo porque lo estaríamos de Jesús.
Lo de Jesús y nuestra cruz de cada día no es un mirar hacia arriba sino
directamente a los ojos de los demás.
Padre Martín Ponce de León