Una respuesta al mal
P. Adolfo Güémez, L.C.
¿Por qué si Dios es infinitamente bueno permite el mal? ¿Por qué la enfermedad? ¿Por qué
la muerte de los inocentes?
La pregunta sobre el porqué de la existencia del mal acompaña al hombre desde el inicio de
la historia, y lo seguirá como su sombra hasta el final de la misma. Todas las generaciones
se han esforzado por dar una respuesta convincente, que puede ir desde un “dios ogro”
hasta un dios inexistente. Pero el hecho es que una pregunta tan existencial como ésta, no
puede tener una respuesta simplemente racional.
El mal, es verdad, sigue existiendo. De hecho, basta una rápida mirada al mundo y a la
propia vida para convencerse de ello. Y desde lo hondo del corazón parece surgir un grito
desesperado: «Señor, haz algo»; «Señor, no quiero dudar, demuéstrame que estás aquí, que
te importo.»; «¡Para ya, toda injusticia! El mundo, los niños, todos los inocentes te
necesitan».
Y Dios, aparentemente, calla. Parece indiferente. Más que un Padre, a veces se antoja como
un simple espectador que se deleita en nuestras tragedias.
¡Pero no! Se nos olvida que el silencio de Dios es sólo aparente, porque más bien nosotros
somos sordos a su voz. No sabemos identificarla, así como tampoco sabemos identificar las
ondas radiales que inundan la tierra.
Dios no calla, porque su misma Palabra se hizo carne para siempre. Y es Él quien nos da no
sólo una respuesta, sino la única respuesta capaz de calmar nuestras ansias.
Hoy esta Palabra nos entrega la muestra de amor más grande que pueda darnos: la entrega
hasta el extremo de dar su misma vida por mí. Eso es la Eucaristía, Sacramento invaluable
que Cristo nos regala como signo presente de su entrega por nosotros.
Esta Eucaristía es la presentación siempre nueva del misterio de la pasión, muerte y
resurrección de Cristo. Y por eso el mal no tiene la última palabra: Cristo ya lo venció y lo
seguirá venciendo.
Dios no es la solución a todos los problemas prácticos de la vida; Él es más bien la
presencia que te ayuda a vivir en medio del sufrimiento sin perder la esperanza. Porque Él
ya hizo todo lo que tenía que hacer, y ahora nos toca a ti y a mí poner nuestra cooperación.
Nos toca formar parte de la solución y no del problema.
La resurrección de Cristo nos garantiza su compañía constante, su fuerza infinita y su amor
sin límites.
Señor crucificado, muerto y resucitado, ven de nuevo a despertar al mundo. Ven de nuevo a
despertar mi corazón. El orbe entero, y con él también mi alma, están aturdidos por la
comodidad. ¡Despiértanos!
Haz que no me quede jamás en una queja estéril, sino que sepa yo mismo ser respuesta al
mal, a través de mi entrega. Respuesta al sufrimiento, a través del consuelo; al odio, a
través del amor; a la enfermedad, a través de mi servicio.
Es únicamente desde la cruz que nuestra vida tiene sentido. Porque sólo desde ella podemos
ver las cosas con los ojos de Dios. Y, entonces sí, escuchar con el corazón la respuesta
definitiva a la gran pregunta sobre el mal: «Les he dicho estas cosas para que tengan paz en
mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
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