La verdadera causa de la alegría
P. Fernando Pascual
21-2-2015
Gozamos de salud. Acabamos de superar un problema difícil. Recibimos señales de aprecio en el
trabajo. No hay conflictos en el hogar. El café estuvo en su punto esta mañana. No llueve ni hace frío.
Estamos contentos.
En el camino de la vida, miles de pequeños momentos nos ofrecen dosis de alegría. Sin embargo, una
sombra misteriosa de imprevistos amenaza cada nuevo paso de la jornada.
Porque la paz en el trabajo a veces es solo indicio de que está por estallar una tormenta. Porque el buen
café nos ha provocado una extraña acidez. Y porque esa mañana tan hermosa es el anticipo de un
temporal totalmente imprevisto.
En el mundo no tenemos ninguna garantía para llegar a ser plenamente felices. Ni siquiera cuando la
conciencia aprueba nuestra conducta: sentirnos contentos porque hoy hemos actuado rectamente no
impide que mañana el egoísmo pueda triunfar hasta llevarnos al pecado.
¿Dónde encontrar una alegría estable y fuerte? ¿Es posible vivir en paz en un mundo tan cambiante,
con un corazón tan inquieto y lleno de misterios?
En el Evangelio encontramos la respuesta. “Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan;
alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos” ( Lc 10,20).
La alegría no está, por lo tanto, en constatar que casi todo ocurre según nuestros planes y deseos, ni en
eliminar obstáculos que hacen más difícil la jornada. La alegría surge cuando sabemos que estamos
bajo la mirada amorosa de un Dios que nos lleva en su corazón.
Cuando descubro que mi nombre está tatuado en las manos de Dios (cf. Is 49,16); cuando reconozco
que la misericordia es mucho más fuerte que el pecado (cf. Rm 5); cuando siento la mirada bondadosa
de Cristo que trae la ternura que nunca se agota del Padre de los cielos (cf. Lm 3,22; Mt 18,14; Jn 10,1-
18)... Entonces vivo en paz, porque encontré la verdadera causa de la alegría, y nadie podrá arrebatarla
(cf. Jn 10,28).