Una fábula
P. Fernando Pascual
24-1-2015
Había una vez, en un lugar muy lejano, un pueblo que vivía tranquilo y feliz. Los esposos se amaban
entre sí y acogían felices la llegada de cada hijo. Los padres amaban y cuidaban a sus hijos.
Los hijos obedecían a sus padres y los atendían también cuando llegaban a la ancianidad. Los
gobernantes trabajaban por la justicia. Dominaba un deseo de vivir sobriamente, con lo necesario y sin
lujos.
En el corazón de aquel pueblo había una profunda fe en Dios. La oración ocupaba un lugar central. Las
familias rezaban unidas y participan en la misa cada domingo.
Había defectos y pecados, pero los pecadores acudían al sacramento de la confesión para recibir la
misericordia y reemprender la lucha diaria por la virtud y el bien.
Un día llegó un predicador extraño. Explicó a aquellas personas que el mundo estaba cambiando, que
existía la “modernidad”, que la idea de pecado estaba superada, que no era necesario rezar sino trabajar
por el triunfo de la técnica.
Algunas personas desconfiaron del predicador. Otros le escucharon y se dejaron llevar por sus ideas.
Poco a poco abandonaron la oración, dejaron de ir a misa, perdieron el respeto hacia las buenas
tradiciones.
Aquí y allá surgieron tensiones en los hogares. El número de hijos descendió dramáticamente.
Aumentaron los divorcios. Creció un extraño deseo por disfrutar más y por tener mejores aparatos.
Los medios de comunicación adoptaron las ideas de aquel predicador y atacaron a los sacerdotes por
anticuados y opresores. Algún que otro sacerdote se sumó a las nuevas propuestas y arrinconó a sus
compañeros más “retrógrados”.
No faltaron quienes reaccionaron ante los nuevos fenómenos. Pero actuaron con retraso: muchos
habían adoptado las nuevas ideas. A quienes defendieron los sanos principios del pasado se les
marginó de modo sistemático. Aquel pueblo había empezado a vivir de un modo totalmente diferente.
Mientras, la gente se hizo pesimista. Desde el dinamismo del deseo, se sentían descontentos porque
continuamente pensaban que nuevas técnicas los harían mejores. Se apartaron de Dios más y más,
como si fuera alguien prescindible.
Un buen día, descubrieron que casi no nacían hijos. La economía empezó a dar señales de continuas
crisis. Los políticos cayeron en un cinismo y corrupción inimaginables en el pasado. Faltaron
vocaciones para el sacerdocio y las iglesias empezaron a cerrar sus puertas, a ser vendidas y
convertidas en museos o salas de fiesta.
Al mismo tiempo, el número de ancianos aumentaba. Los pocos jóvenes sentían un peso tremendo al
tener que mantener a tantos individuos improductivos. Surgieron proyectos de eutanasia, primero libre,
luego casi obligatoria. Había que dejar espacio en los hospitales para los que llegaban...
Aquel pueblo, en otro tiempo feliz, sucumbía a una locura colectiva de muerte. Pronto otros pueblos
vecinos, jóvenes y llenos de iniciativa, descubrieron la debilidad de sus vecinos. Un buen día
empezaron a invadirlos y destruir todo lo que quedaba de una cultura ya decadente.
Luego... Bueno, es una fábula, y no todas las fábulas tienen final feliz. Los parecidos con la realidad,
desde luego, existen, pero alguno dirá que hay que evitar las exageraciones.
Ante nuestros ojos, la historia avanza. Continuamente se inician nuevos procesos. Quienes viven para
sí mismos sucumben en la oscuridad de la desesperanza. Quienes dejan su egoísmo y se abren al amor,
a la vida, a Dios, dan inicio a caminos fecundos y llenos de alegría. Y entonces la parábola puede dar
un cambio completo y tener un final verdaderamente feliz.