Petra, la otra
Padre Pedrojosé Ynaraja
La semana pasada acababa mi reportaje en el lugar del bautismo del Señor, junto
al Jordán. Anticipaba algo, de lo que hoy daré sencilla descripción.
Dirigiéndose uno hacia Petra, como tanto viajero hace, ve uno a alguna distancia y
hacia poniente, las ruinas de Maqueronte, el castillo-cuartel-palacio de Herodes,
donde el reyezuelo tuvo prisionero a Juan el Bautista y donde un desafortunado día
mandó asesinar. Las ruinas dan cuenta de la categoría que tuvo la fortaleza y
piensa uno en lo que queda de la basílica que en Sebastiye, al lado de Nablús,
edificaron los cruzados para albergar la tumba del Precursor. Las piedras sufren el
deterioro de la erosión y de la desidia que permite a extraños destruirlas, en busca
de tesoros. El testimonio personal no caduca ni envejece, la santidad perdura
siempre.
Si uno escribe la palabra Petra en el inefable Google, le salen tantos archivos, que
necesitaría una larga vida para poder leerlos todos. Y si uno entra en su territorio
por el angosto paso en que se inicia la visita, se encuentra con los típicos
alquiladores de burros o camellos, para satisfacción de turistas que buscan
sensaciones raras. El paisaje, las enormes fachadas que se incrustan en las
coloridas montañas rocosas, son impresionantes, pero mudas. Sin ser indiferente a
tanta grandiosidad y belleza no es esto lo que más me atrae.
Pasado el periodo cananeo, Petra, fue una de las ciudades nabateas, la más
importante sin duda. Este pueblo sorprende todavía por su sus logros en el terreno
de las edificaciones. Adelantándose unos cuantos siglos a occidente, utilizó el arco
de medio punto y su ingenioso aprovechamiento de las terrazas, les permitió
cultivos vegetales en medio del desierto. Se especializaron en el comercio,
principalmente de especias y perfumes, pero no exclusivamente en estas materias.
En tiempos de Cristo, la ciudad de Jerusalén importaba aceite de esta procedencia,
principalmente para uso del Templo.
Lo sabía todo esto la primera vez que fui, y no entre en el valle con los ojos
cerrados, pero esta y la segunda vez, lo abandoné pronto, ya que me interesaba
mucho más un “lugar alto”, un espacio sagrado al que se llega subiendo por un
empinado sendero, durante algo así como tres cuartos de hora caminando.
Lo primero que uno encuentra son dos grandes obeliscos sagrados, divinidades de
sentido masculino uno y femenino el otro. Surgen de la misma roca, rojizos como
toda ella. Continúa uno subiendo y a algo así como diez minutos, encuentra el
enorme altar. He leído que es el ejemplar mejor conservado hasta ahora, de la
cultura cananea. Observa uno el ara de sacrificios, el depósito para el agua y una
mediana explanada que conduce por escalones labrados en la misma roca, al lugar
sagrado. Aseguran los autores que he leído, que allí nunca se ofrecieron sacrificios
humanos, habrá que creerlo.
El paisaje que uno divisa es imponente, reconozco que, en cualquier lugar superior
que uno se encuentre, goza de impresionantes vistas. Como llega uno algo
cansado, sentarse y meditar es agradable distracción. Admira uno el esfuerzo que
ponía el fiel por elevarse y acortar el camino de la divinidad, que debía bajar para el
encuentro. Piensa en el sacrificio que suponía llegar hasta allí con las reses para
sacrificar etc. Admira también los obeliscos, se acuerda uno de la piedra alta
Siquem, de los Menhires que abundan tanto por las tierras donde uno habita y que
tienen un significado semejante…
Saca uno tranquilamente las fotografías que le interesan, sin tener que observar a
tanto aficionado que busca retratarse a sí mismo, para perpetua memoria, con
mecanismos de su inseparable móvil, pero en lugares de fácil acceso.
Esta fantástica ciudad estuvo oculta al conocimiento del “mundo civilizado” hasta
finales del siglo XIX, que un aventurero explorador suizo, disfrazado de árabe, la
descubrió. Estaba por entonces ocupada por beduinos. Al reconocerse su valor, el
rey de Jordania les propuso que abandonaran el valle y les facilitó un poblado de
nueva construcción. La segunda vez que estuve, tuve el privilegio de poder
encontrarme con el “cheig”, gracias al Hno Rafael Dorado. No he logrado saber
cómo se escribe el nombre de su cargo. Puedo decir que es una especie de alcalde
y juez al mismo tiempo. Nos recibió en su casa y nos agasajó como se hace con los
amigos, aunque nos repetía una y otra vez que no lo éramos del todo, porque no
nos quedábamos a cenar con ellos. El “ellos” era su esposa y alguno de sus hijos. El
Hno Rafael me presentó como periodista, profesión que sin duda ejerzo. Los hijos
que con nosotros estaban eran de su segundo matrimonio. Un chiquillo juguetón,
un atractivo joven, artista de cine en una producción de Bollywood, según nos dijo
y una jovencita estudiante de bachillerato. Al preguntar yo si podía sacar fotos,
contestó que si el patrón, y mandó a su hija que sacara su grabadora, un último
modelo japonés. Ella grababa, yo sacaba fotos, a quien más.
Hablamos de todo: de política, de estudios, del futuro de su hija, de las dificultades
de vivienda. Fue él el que nos contó lo del rey Huseín que le había nombrado, le
había encargado que sus beduinos atendieran a los turistas y dejaran vacía Petra
de suciedades propias de la vida pastoril. Lo curioso del caso es que compartíamos,
occidentales cristianos, con beduinos musulmanes. Que luciera en sus paredes
orgulloso él una fotografía con los reyes de España. Que hablara de sus achaques y
contara también que había llegado de lejos una tribu beduina para establecerse
fuera de los límites arqueológicos cultivando campos. Beduinos agricultores, vivir
para ver. Me regaló y quiso que cubriera de inmediato mi cabeza, con el típico
pañuelo de cuadros rojos que llevan todos los jordanos.
Petra, antigua población edomita, posteriormente cananea, prospera ciudad
mercantil nabatea y avanzada en sistemas de aprovechamiento del agua para
regadío, ocupada por Roma y Bizancio. Abandonada y ocultada, es hoy próspero
atractivo turístico, declarada patrimonio mundial de la Unesco y una de las siete
maravillas del mundo moderno. ¿Quién da más?.
Algo más hay y bastante ignorado. La llaman la pequeña Petra. Pueden celebrarse
allí banquetes. Los hoteles de cinco estrellas de las proximidades, extienden una
alfombra por encima de la arena, acomodan sillas y mesas y amenizan el banquete
con perfecta megafonía. Cuando estuve y preparaban el evento, sonaba el Carmina
Burana. Excuso decir que no nos quedamos a observar tal cena, pero recordé el
texto de Isaías que no supo aconsejar la preparación de los caminos del señor de
esta manera.
Al lado de tanto lujo, unas jaimas con calefacción, ofrecían al excursionista un lugar
para dormir, mientras los beduinos propietarios, rezaban sonoramente en dirección
a La Meca, estaba atardeciendo, nos toco a nosotros marchar para dormir en un
prosaico hotel.