CALOR
El sol aún no ha comenzado a hacerse sentir.
El cielo está despejado y no corre viento.
El pasto del fondo brilla desde innumerables gotas de rocío.
El patio de la casa parroquial se encuentra invadido de alguaciles.
Su incansable vuelo les lleva a girar sin detenerse.
Van y vienen en vuelos, aparentemente, carentes de sentido.
Desde los árboles del vecino se escuchan los estridentes cantos de la
chicharra.
Hay que prestar mucha atención para descubrir que son varias las que allí
se encuentran.
Un benteveo persigue, en pleno vuelo, algún insecto para su alimento.
Todo es una invitación a saber que hará mucho calor.
Me preparo, mentalmente, para una jornada de abundante mador y ropa
pegajosa.
Sé que escucharé, reiteradamente, “¡Qué calor!”
Me ayuda a prepararme a comenzar el día una modesta casa que visité
ayer.
El sol hervía sobre las chapas del techo.
El aire era, prácticamente, irrespirable de tan denso y caliente.
La ventana y la puerta abierta no servían para que entrase un algo de aire
fresco o alguna brisa de viento.
Supongo que era tanto el calor allí metido que no había espacio para nada
más.
“En invierno el frío hace que las chapas goteen y en verano es
inaguantable”
Allí viven.
Un pequeño ventilador gira pesadamente en un intento imposible de
renovar el aire de dentro de la casa.
El calor que cae desde el techo hace que se presencia sea simbólica e inútil.
Tratan de acomodarlo para que me beneficie del aire del ventilador.
Les hago saber que no se deben molestar ya que el ventilador no es de mi
agrado.
Lo colocan de una forma que, rebotando de la pared, me llegan bocanadas
de aire caliente y espeso.
Los niños, tirados en un suelo sin baldosas, miran algo en el televisor.
Uno de ellos se levanta en busca de algo y deja su silueta dibujada en
humedad contra el piso.
Yo siento que gotas de transpiración comienzan a correr por mi espalda.
Conversamos lo que me había llevado a esa casa y me retiro.
Sé que la camisa se encuentra pegada a mi espalda.
Sé que tengo el cuerpo pegajoso de humedad.
Vuelvo a mi casa en la parroquia. Ellos quedan en su horno de chapa y
ladrillo.
Siempre he manifestado que aprendí a gustar el calor en los veranos
salteños.
Hoy tengo bien presente que no puedo esbozar queja alguna luego de la
casa visitada ayer en horas de la tarde.
Mientras tanto, mate mediante, voy viendo que la sombra se empequeñece
ante mis pies.
El sol va trepando por el firmamento mientras el color húmedo se nota un
poco más.
Supongo que las horas de esta tarde serán de silencio, quietud y calles
vacías.
La vida habrá de regresar con las horas del atardecer.
Mientras tanto solo habrá espacios ganados por el sol y un calor abundante.
Nunca he entendido a quienes se quejan como si con ello el calor (o el frío
en invierno) menguase al saberse incomodando.
El calor ni se da por enterado de nuestras quejas y continúa permaneciendo
igual.
En oportunidades llegamos a algún lugar y nos damos cuenta no somos
bienvenidos y nos retiramos con prisa pero el calor no tiene conciencia de
no ser bienvenido y permanece tranquilamente.
Nunca he entendido a quienes se quejan teniendo posibilidades variadas
para vivir casi al margen del calor intenso.
Me contaba un joven que se había descompuesto “sacando autos” al rayo
del sol pero no tenía más remedio que realizar tal tarea.
¿Cómo es posible que esboce una queja?
¿Puedo vivir desconociendo la realidad de muchos que deben enfrentarse al
calor por su estilo de vida?
Hoy hace calor y debo asumir que debo realizar las actividades del día con
la certeza de que habré de estar colmado de calor pero sin derecho a
quejarme por ello.
Padre Martín Ponce de León