El populismo de agresión
P. Fernando Pascual
10-1-2015
Una de las formas de trepar y hacerse con el poder en un Estado surge cuando algunos
promueven lo que podríamos llamar “populismo de agresión”.
¿En qué consiste? Se trata de abrirse paso entre los diferentes partidos políticos o grupos
sociales a costa de desprestigiar continua y sistemáticamente a los miembros y las actuaciones
de los demás.
El “populismo de agresión” arremete con energía contra todo aquel que de algún modo haya
participado en el poder o en el “sistema”, con un método muy sencillo: repetir una y otra vez
que algunos entre quienes han gobernado, a nivel estatal o en otros niveles de gobierno, han
cometido delitos, han caído en corrupción, han provocado daños a la sociedad, han
manifestado su ineficiencia ante los problemas reales de la gente.
Es fácil pensar que entre los gobernantes haya habido corruptos, ineptos, y otros adjetivos que
describen lo que podríamos llamar una pésima gestión pública. Pero si algunos, o incluso
muchos, han actuado mal, la actitud correcta no es acometer contra todos los partidos a los que
tales personas pertenecen, sino acusar a los culpables concretos y demostrar ante los tribunales
sus delitos reales para sancionarlos oportunamente.
Si eso sería lo correcto, ¿qué hace el populista de agresión? Va contra todos y así intenta
abrirse paso y simpatías entre la gente. A costa de señalar a los demás como si estuviesen
contagiados, como en un bloque monolítico, de las culpas de algunos, busca arrinconar a los
posibles competidores para tener espacio abierto en vistas a su ascenso al poder.
Este tipo de actuaciones tienen un gran impacto mediático y pueden convencer a numerosos
votantes, sobre todo cuando las acusaciones son verdaderas (y resulta sumamente fácil
encontrar asuntos turbios sobre los que lanzar un dedo acusador); y cuando la sociedad sufre
por culpa de pésimas decisiones de quienes deberían haber trabajado por el bien común y no lo
hicieron.
Pero quienes actúan así dejan de lado dos puntos básicos a la hora de promover un sano debate
público. El primero: si hay culpables, hay que acusarles a ellos, sin descalificar a todos los que
estaban más o menos cerca de los mismos.
El segundo: no se vence sanamente en democracia a costa de destruir a los demás con tácticas
demagógicas, sino desde la elaboración de programas claros, constructivos, orientados a la
búsqueda de la justicia, la convivencia y el progreso de la sociedad; y desde un auténtico y
honesto compromiso por servir al bien común y no a ideologías basadas en actitudes agresivas
y discriminatorias.
El populismo de agresión lanzará bombas de humo para señalar a los otros (en sus culpas
reales, supuestas o imaginadas) y presentarse como el único grupo o partido “sano”. Pero no
pueden ser ni sanos ni buenos en la vida social quienes actúan con estrategias propias de tantos
demagogos del pasado, entre los que tienen un lugar tristemente famoso nombres como Lenin
o Hitler.
Frente al populismo de agresión, vale la pena un decidido esfuerzo en los medios informativos
y en la sociedad en general para dejar a un lado a los que usan métodos demagógicos y
condenas sumarias contra los “adversarios”, y para promover un atento examen de las
propuestas concretas que cada partido o grupo político ofrece en sus programas.
Sólo así será posible avanzar hacia democracias más justas y más abiertas a un diálogo
constructivo, lo cual será el mejor camino para construir una convivencia pacífica entre la
mayor parte (ojalá todos) de los miembros de la sociedad.