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Una Iglesia para todos
P. Adolfo Güémez, L.C.
Conocí a Himelda hace unas semanas. ¡Y realmente me sorprendió! No por su apariencia
física o sus títulos. Tampoco por sus posesiones o su conversación. Me sorprendió por su
corazón.
Vive en la comunidad llamada Mezquite, de apenas unas 28 familias. Pequeño poblado,
pero lleno de energía.
Cuando me acercaba al Mezquite por primera vez, faltando aún unos kilómetros, comencé a
ver la cúpula de su iglesia que coronaba todo el paisaje. Blanca, redonda y grande. Me
llamó mucho la atención. Pero lo que más me impactó fue ver el tamaño del templo,
recientemente construido, y totalmente desproporcionado para el número de habitantes.
¿Y quién ha sido el motor detrás de todo? ¡Adivinaste! ¡Himelda! Ella, con el apoyo,
motivación y ayuda de su párroco, ha hecho cuantas iniciativas se le han ocurrido para
conseguir los recursos necesarios con el fin de lograr la construcción del templo.
Aún no termina. Pero lo más importante ya está casi listo.
¿Por qué quisieron hacer un templo donde caben más de 300 personas, para una comunidad
de 28 familias? La respuesta la encuentro en la base o el principio de lo que debe ser la
Iglesia Universal.
Lo primero es porque las puertas de la Iglesia jamás estarán cerradas para nadie. Ella no se
limita a una población, ciudad o país, sino que su vocación es ser “católica”, es decir,
universal.
La Iglesia siempre estará abierta para todo aquel que quiera entrar en Ella. Sea éste rico o
pobre, mexicano o extranjero, sabio o ignorante.
El templo del Mezquite se asemeja a esa Madre Iglesia con los brazos abiertos, dispuesta a
acogernos a todos.
Además, la Iglesia tampoco se construye de la noche a la mañana. Requiere paciencia y
trabajo. Pero corremos el riesgo de desesperarnos. ¿Por qué, si lleva más de 2000 años de
existencia, aún no somos ni el 20% de católicos en todo el mundo? ¿Por qué parece que
más que crecer está perdiendo miembros?
Jesús jamás se fijó en los números. A él le importaban las personas. Tenemos una misión
demasiado trascendente como para ahogarnos con las estadísticas. ¡Pero sin olvidar que
cada alma es importante! ¡Y que por una sola, Dios hubiera estado dispuesto a venir al
mundo y entregar todo!
La verdadera Iglesia se construye con fe, amor y esperanza. Himelda me contaba: «Hace
unos días, todavía debíamos el piso y las puertas, pero con la ayuda de Dios ya lo hemos
pagado. Llegó un bienhechor. ¡Ahora sigue el exterior!» ¡Cuánto amor y confianza detrás
de estas palabras!
Y aquí paso a otro aspecto. En Mezquite, el motor puede ser Himelda, pero su obra no sería
posible sin el apoyo de toda su comunidad.
En la Iglesia entera puede haber personas que tengan más protagonismo, que encabecen
obras, pastorales o incluso las mismas ceremonias, pero nada de esto tiene sentido si no
existiera el apoyo de todos y cada uno los fieles.
Y es que Dios no hace milagros para la soledad, sino para el servicio de la comunidad.
Finalmente, la cúpula me recuerda que la Iglesia Católica ha de brillar, no al modo humano,
como si estuviera en un aparador, sino al modo divino, iluminando desde la cruz, como lo
hizo su Fundador: Jesucristo.
Una Iglesia sin esfuerzo y sacrificio no ilumina. Y una Iglesia que no ilumina, no sirve para
nada.
No temamos sufrir. Más bien, temamos hacerlo sin un sentido.
Gracias, Himelda; gracias, Mezquite. Por ustedes la Iglesia sigue viva. Y de ustedes
aprendemos cómo hemos de ser mejores hijos.
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