TEMPLOS, TEMPLO Y OTROS TEMPLOS
Padre Pedrojosé Ynaraja
El propósito del rey David era lograr la unificación política y militar de las tribus del
norte con las del sur. Reinó siete años en Hebrón, pero la ciudad, por antigua y
famosa que fuera, estaba demasiado alejada del inquieto y desconfiado norte. En
una incursión con su tropa personal, había conquistado a los jebuseos una pequeña
ciudad extendida en la falda de un promontorio que se le llamó Ofel. Establecerse
allí era estratégicamente mucho mejor y así lo hizo. Le faltaba una dimensión muy
importante, la religiosa. Del tiempo patriarcal quedaba el recuerdo, en algún caso
también las ruinas, de los santuarios de Silo, Betel, Guilgal. Cada uno de ellos tenía
sus costumbres y sacerdotes propios, también su independencia. La identidad
hebrea de todos ellos, no excluía que a través de los tiempos hubiesen acumulado
enseñanzas, leyendas y tradiciones propias de cada lugar, de manera un tanto
autónoma. Lo sabía muy bien David y Salomón. Lograr un único y gran templo que
los reuniera a todos, además de enriquecer el culto, permitiría mantener el control
sobre la casta levítica y sacerdotal, muy poderosa de por sí.
Según el texto bíblico, Salomón consiguió centralizar el culto y disciplinar a
sacerdotes y levitas. La historia del pueblo hebreo como a nosotros nos llega, se
desarrolla en torno a estos presupuestos, es una historia sagrada, no lo olvidemos.
La realidad no fue exactamente esta. La arqueología ha sacado a la luz templos que
subsistieron, sin que dejaran de considerarse israelitas y sin que nadie se
preocupase por ello. Pongo dos ejemplos.
Arad estaba situada a algo más de cincuenta kilómetros al sur de Jerusalén y no
lejos de la patriarcal Beer-Sheba. Sorprende al visitante actual su templo,
semejante al de Salomón, mucho más pequeño, pero bastante bien conservado en
su totalidad. La arqueología nos da noticias que los textos sagrados nos conservan.
Aquellas ruinas nos dicen que los fieles del entorno acudían allí a ofrecer sus dones
y a suplicar protección divina. Lo hacían sintiéndose tan israelitas como los que
más. Seguramente ignoraban la existencia del impresionante templo de Jerusalén.
Iban allí al encuentro con Eloin y su Aserá. Las estelas de divinidades nos dan fe de
ello, los altares de incienso que se conservan son fiel testimonio de los perfumes
ofrecidos al Dios de Israel. La mesa sería semejante a la que había a la entrada del
santuario del de Salomón, en ella se depositarían los panes santos. Los fieles se
situarían fuera, pero atentos a los ritos.
El sacerdote quemaba incienso, ofrecía panes, descuartizaba, si era preciso, la
victima que debía de inmediato inmolar y quemaba la parte correspondiente de la
víctima en el gran altar de los holocaustos. De todo ello quedan estos testimonios
pétreos. Las fotografías que acompañan, espero, sean clara y buena ilustración. No
se olvide que se trata de ruinas que para entenderlas exige se tenga un poco de
imaginación, ahora bien tienen la particularidad de ser auténticas, cosa que no se
puede afirmar del dibujo, excelente diseño, del de Jerusalén que aparece al
principio.
Traté, en la única ocasión que visité estos lugares del desierto del Neguev, Beer-
Sheva y Arad, de fotografiar todo lo que pudiese. Las que aparecen aquí son solo
algunas. Obsérvese el tamaño del altar de los holocaustos, el reconstruido y el
conservado tal como se encontró. Era necesario que fuera de gran tamaño si
abundaban las reses a sacrificar o si se trataba de un ejemplar de ganado vacuno,
por ejemplo.
El otro ejemplo que he dicho iba a referirme, y que es paralelo en el tiempo al que
me he referido hasta ahora, lo he conocido estos días, precisamente por una
publicación judía. Voy a limitarme a copiar lo que he leído:
“el 25 de noviembre de 407 a.C. Yedaniah ben Gemaria, el líder de la comunidad
judía de la isla Elefantina, en el Alto Egipto, escribió al gobernador de Judea que
solicitaba permiso para reconstruir el templo de su comunidad, que había sido
destruido tres años antes por los vecinos de los judíos.
La carta, escrita en arameo en papiro, fue descubierta hace un siglo en la isla. En
ella, nos enteramos de que los judíos habían construido este templo en la fortaleza
de Yeb, en los días del reino de Egipto.
En el siglo V, los judíos en Yeb estaban en el servicio militar del gobernador persa
de la región, y ellos y sus familias tenían su propia colonia en la isla. Lo que
sorprende de las cartas es la revelación de que también tenían un templo, donde
ofrecieron no solo grano e incienso, sino también los sacrificios de animales…
Evidentemente, no puedo por ahora, adjuntar ninguna imagen de este último.
Advierto que Yeb es el nombre hebreo de Elefantina y que este lugar era una isla
cercana a Asuán, en el alto Nilo.
Llegado a este punto, es preciso hacer referencia a otra realidad religiosa, la
sinagoga, se inició en la época del destierro en Babilonia y que proliferó de tal
manera que en la misma ciudad de Jerusalén y en tiempos de Jesucristo había unas
400. Probablemente su origen fue la añoranza del Templo con sus ritos, que era
lugar de sacrificios, de limosnas y de enseñanza impartida por los rabinos. La
creación de la sinagoga ayudaba a encontrase los fieles, a rezar y a aprender. No
suplía, pues, lo más esencial del Templo: la permanencia misteriosa del Dios de
Israel, los encuentros del pueblo en las tres grandes fiestas y la clemencia
suplicada con y recibida cuando el Sumo sacerdote entraba en el lugar más santo y
aspergía implorando y otorgando para todo Israel el día del Gran Perdón. A la
sinagoga se iba, fundamentalmente, a rezar y a aprender, de aquí que, en los
tiempos de Jesús, cada población tuviera la suya, por pequeña que fuera, y a ella
acudía el judío por lo menos los sábados, como nos lo reflejan varios textos
evangélicos.
En llegando a este punto, me parece más oportuno dedicar un artículo especifico a
este tema.
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