EN LA VENTANA
Un pequeño gorrión se posó en la ventana.
Sus plumas nuevas daban a saber que era nuevo en eso de sus vuelos.
Las líneas amarillas en su pico enseñaban su calidad de pichón.
Se posó y comenzó a dar pequeños saltitos.
Iba de un lugar a otro y realizando prolongadas pausas.
Las plumas de su pecho se agitaban producto del cansancio de su esfuerzo.
Al cabo de un tiempo comenzó a emitir unos agudos chillidos.
El lugar donde se encontraba, sin duda, no era el destino de su viaje.
Repentinamente abrió sus alas frágiles y comenzó a chillar con mayor insistencia.
Allí cerca andaba su madre.
Los chillidos del pichón se hacían más y más agudos y agitaba sus plumas con
mayor insistencia.
Poco a poco su madre fue acercándose al lugar donde se encontraba el pichón.
Allí no es un lugar por donde suelen andar y, sin duda, mi presencia le llenaba de
precauciones.
Se acercaba poco a poco.
Se bajó del techo a un alambre cerca de la ventana.
Inmediatamente volvió al techo que le ofrecía seguridad y distancia.
El pichón reiteraba su agitar de alas y sus chillidos.
Desde el techo emitió unos pocos chillidos.
El pichón se aquietó por un breve instante.
Aquellas aves dialogaban mientras yo, inmóvil, les observaba detrás del vidrio.
“Mamá, estoy muy cansado” parecía haberle dicho el pichón.
“Ya voy” le había contestado su madre.
El lugar y mi presencia demoraban la ayuda necesaria que el pichón reclamaba.
Ya tendría tiempo para aprender de los cuidados que son necesarios para
sobrevivir.
Ya tendría tiempo para saber de los lugares donde se puede andar con libertad y los
espacios donde se deben tener precauciones.
Volvió a saltar del techo al alambre.
El pequeño gorrión volvió a agitar sus alas y emitir sus chillidos.
Para él, mi presencia no era digna de ser tenida en cuenta. Su madre era toda
cuidados.
Ante la desesperación del pichón se arriesgó un poco más y saltó hasta la ventana.
El pichón se abalanzó sobre ella con su pico muy abierto y sus alas batiéndose a
toda prisa.
Ella casi ignoró aquel movimiento del pichón.
Aún no se sentía tranquila como para brindar la ayuda necesaria para su pequeño
pichón.
No lo ignoraba sino que le cuidaba.
De pronto se acercó hasta el pichón y dejó que este se adentrase a su pico.
Regurgitaba en él.
Poco a poco las alas del pichón fueron bajando la intensidad de sus movimientos.
Se estaba alimentando. Estaba recuperando fuerzas y, por sobre todas las cosas, la
certeza de no estar solo en aquella aventura de volar.
Una vez concluida la alimentación la madre emprendió, silenciosa, el vuelo.
El pichón volvió a quedar solo. Emitió unos tenues chillidos, agitó sus alas y
emprendió vuelo.
Sus alas debías agitarse con mucha fuerza para poder realizar el seguimiento de su
madre que, desde un poco más lejos, le mostraba el camino.
Mientras se iban yo pensaba en las similitudes de lo visto con lo que debe suceder
en nuestra vida.
Siempre estamos aprendiendo a volar. Siempre estamos aprendiendo a vivir.
Nuestros vuelos consumen todas nuestras fuerzas.
Necesitamos ser ayudados para continuar volando.
Siempre que se lo solicitemos Dios acudirá a nosotros con su alimento que nos
ayudará.
Siempre que se lo solicitemos se acercará a nosotros para que podamos continuar
andando.
Jamás nos abandona y nos muestra el camino para, con él, llegar al sol.
Padre Martín Ponce de León SDB