Ébola
P. Adolfo Güémez, L.C.
Sierra Leona hoy se encuentra en plena epidemia de Ébola. Hay poblaciones enteras en
cuarentena, sin más posibilidades que intentar simplemente no contagiarse.
¿Han salido todos los extranjeros corriendo? Muchos sí, pero no todos.
De hecho, en el camino de Bombali, uno de los poblados más afectados por la epidemia, se
encuentran dos misiones católicas muy importantes en el país. Ahí permanecen, trabajando
y ejerciendo su ministerio, varios sacerdotes, a pesar del riesgo en que ponen su vida. Entre
ellos hay tres españoles: el padre Luis Pérez de la orden de San Javier y los padres José
Luis Garayoa y René González de la orden de San Agustín.
Son tres valientes sacerdotes, que han tenido que pasar por muchas pruebas antes de esto;
como vivir la guerra, soportar la pobreza miserable, y sufrir enfermedades varias.
¿Para qué se quedaron? ¿Qué pueden hacer? «La verdad es que podemos hacer muy poco,
dada las limitaciones que sufrimos –reconocía Luis Pérez en una entrevista a “El Mundo”–,
pero creemos que estar aquí y compartir el sufrimiento de este pueblo ya es algo
importante.»
¿Qué es lo que hizo Cristo sino esto, precisamente esto, compartir el sufrimiento? Porque
ahora ya ni siquiera pueden transportar enfermos o moribundos a otros hospitales. Ahora,
simplemente, deben compartir con ellos todo.
El padre José Luis está seguro de que «merece la pena seguir luchando, si leyeras los
mensajes de apoyo que he recibido, te emocionarías. Yo me he encerrado en mi habitación
a llorar sin poder contener la emoción. Por eso sigo aquí».
Estos tres hombres valientes son un botón de muestra de los miles de misioneros, hombres
y mujeres, esparcidos por el mundo entero, que siguen el mandato que Jesús nos dio al
subir al cielo: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio» (Mc 16, 15).
Sí, personas dedicadas cien por ciento a los demás, por amor a Dios.
Pero atención. Este mandato no es únicamente para aquellos que hemos consagrado nuestra
vida a Dios. Es un mandato para todos los católicos. Sólo que cada uno lo ha de llevar a
cabo de acuerdo a su propio estado de vida.
Ser misionero significa ser mensajero de Alguien –con A mayúscula–, por quien vale la
pena todo.
Así que las misiones a las que estamos llamados no son sólo en África. Las misiones se han
de desarrollar, en primer lugar, en el corazón de cada uno. Abriéndoselo a Cristo y
permitiéndole vivir en él, ya que sólo un corazón misionado, donde vive Dios, es capaz
después de misionar.
Es por eso que los desiertos, sin Dios, ahora los tenemos no a miles de kilómetros de
distancia, sino que están puerta a puerta, y a veces mucho más cerca de lo que creemos.
Porque todos, absolutamente todos, necesitamos que nos sigan predicando el amor de Dios.
Esta necesidad se hace mucho más viva si consideramos que vivimos en una sociedad cada
día más vacía de Dios, y más llena de nosotros mismos. Por eso es urgente que vivamos en
estado de misión, dispuestos a salir a las periferias existenciales de nuestros vecinos,
amigos, familiares.
No hay pretexto. Todos tenemos un poco de Cristo que entregar, y muchos corazones a
quienes dárselo.
Pero también, ¿por qué no?, si te sientes llamado a ser misionero de tiempo completo, no le
cierres el corazón a Dios. Te lo aseguro, ¡es la mejor inversión que puedes hacer de tu vida!
No hay nada, y no habrá nada jamás, que pueda darte mayor felicidad. Porque la llamada se
hace desde un amor infinito, de manera que la respuesta me abre a llenarme plenamente de
un amor insospechado.
Este pasado 19 celebramos el Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND), por ello
dedico estas líneas a esos miles y miles de misioneros que han gastado su vida por los
demás, y les invito a ustedes, mis lectores, a rezar al menos un avemaría y un padrenuestro
por ellos.
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