Toda lágrima tendrá su sentido
P. Fernando Pascual
20-9-2014
La historia humana está teñida de sufrimiento, sobre todo a causa de injusticias que han herido
millones de existencias.
La enumeración podría ser casi infinita. En el mundo griego y en el imperio romano, entre los judíos y
los persas, junto al Ganges o al lado del Nilo, bajo los aztecas o los españoles, bajo falsos ideales de
justicia o con promesas engañosas de libertades, desde ideologías despiadadas o por corrupciones
endémicas: ¡cuánto dolor, cuánta sangre inútil, cuánta prepotencia!
En su novela “Todo fluye”, Vasili Grossman recoge algunos de esos dramas durante los terribles años
del comunista Stalin. Hacia la mitad de la obra, tras una cruda descripción del hambre provocada en
Ucrania en la década de 1930, pone la siguiente reflexión en labios de una protagonista, tras haber
descrito cómo retiraban los cadáveres de miles y miles de campesinos:
“Fue como si no hubiesen vivido. Pero habían pasado muchas cosas. Amor, mujeres que abandonaron
a sus maridos, hijas entregadas en matrimonio, peleas entre borrachos, visitas de amigos, pan recién
horneado. Cuánto trabajo y cuántas canciones habían cantado. Y los niños iban a la escuela... Y el
cinematógrafo ambulante llegaba al pueblo; también los más viejos iban a ver las películas.
Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es
posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se
olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo.
Ahora te hago una pregunta: ¿cómo ha podido pasar todo esto?”
“¿Es posible que no haya quedado nada?” El silencio ante tantos dramas, la falta de atención a millones
de pequeñas historias, ¿anula por completo el sentido de la vida de quienes quedaron en el lado de los
vencidos, de los aplastados, de los hambrientos, de los condenados simplemente por su apellido, su
religión o su raza?
Hay, sí, documentos y escritos que sacan a la luz una parte de esas tragedias humanas. Pero nunca
llegaremos a comprender lo que sufría cada corazón, lo que lloraba una madre al ver morir
miserablemente a su hijo pequeño, lo que sentía un hijo al ver a su padre condenado por delitos que
nunca había cometido.
Sin embargo, toda lágrima llega hasta el corazón de Dios. No comprendemos, ciertamente, su silencio.
Incluso algunos levantan un dedo acusador a Dios ante tantos dramas. ¿No pudo haber hecho algo?
Sí, anhelamos que Dios intervenga, pero no podemos olvidar que ya dio su palabra, que ya descendió
al mundo para acompañar a las víctimas, a los pobres, a los enfermos, a los huérfanos, a los
abandonados.
Precisamente la certeza de que Dios existe abre horizontes a la esperanza: habrá un día justicia para
tantos millones de inocentes. No será como esa pseudojusticia, muchas veces falsificada o incompleta,
que se obtiene en un libro de historia o en una sentencia de tribunales: no podemos olvidar que también
hoy los historiadores se equivocan y los jueces condenan a quienes no son culpables.
La de Dios será una justicia completa y sanadora. Una justicia que ve más allá de las apariencias, que
recoge cada lágrima de las madres, de los padres, de los hijos. Una justicia que recibe a los justos en un
Reino que da sentido a toda la inmensamente difícil aventura humana.