PREPARADOR DEL CAMINO
Los relatos evangélicos, en su afán catequístico, utiliza la historia conforme su
necesidad.
Es indudable que si fuese desde nuestra visión contemporánea que escribiésemos
los evangelios habrían de ser muy distinta la lectura de la historia.
Pretender hacer tal cosa es un imposible ya que no podemos quitar de su contexto
a los momentos que hacen a la historia.
Para el pueblo judío era un tiempo de notoria efervescencia política.
Por más que los romanos eran, con los pueblos incorporados a su imperio, muy
respetuosos de sus tradiciones y prácticas religiosas, no dejaban de saberse
sometidos a un conquistador extranjero.
Esta realidad se veía agravada por el hecho de que las convicciones religiosas
impregnaban toda la vida de aquel pueblo.
Compartir momentos de vida y momentos de territorio era casi un imposible puesto
que unos eran pertenecientes “al pueblo de Dios” y los otros eran paganos e
idólatras.
Para nosotros este tipo de visión nos resulta inentendible, este tipo de concepción
social nos resulta impensable. Para ellos era determinante.
Hoy se puede decir que toda la historia del pueblo judío es un tiempo de
efervescencia, pero, volvamos a los relatos evangélicos.
Diversos hombres eran seguidos, por convencidos adherentes, que esperaban
encontrar, en esas personas, la tan deseada liberación.
Estaban quienes hacían una apuesta firme a la liberación mediante el uso de las
armas y, dejándolo todo, se alejaban de los centros poblados a los efectos de poder
tener una mayor capacidad de acción y efectividad.
Estaban quienes hacían, de su propuesta, una apelación mística del pueblo y desde
la religión intentaban llegar a esa liberación con la que soñaban y que les permitía
recuperar su condición de Pueblo de Dios purificado de la presencia de paganos
idólatras.
En ese contexto es que los evangelios presentan a la figura de Juan el bautista.
Quizás un integrante o un ex integrante del grupo de los esenios.
Austero, casi salvaje, pero con una propuesta que, sin ningún tipo de temor,
proclamaba a voz en cuello.
Lejos de las ciudades, lejos de los templos (de las sinagogas), no hace promesas
sino que invita a la conversión.
Escuchado, respetado, ¿temido?, proclama su verdad, señala, acusa y reclama.
Los evangelistas no se detienen a hablar de la persona de Juan puesto que no dicen
mucho de su relación con Heródes. Un alguien que lo escuchaba y atendía sus
consejos.
Los evangelistas hablan de Juan en su función de “precursor”. Como en todos los
evangelios los personajes tienen luz en cuanto se acercan a Jesús.
Como en todos los tiempos a muchos aquella voz agradaba pero a otros muchos
molestaba. Es que la verdad, por un lado, agrada cuando es escuchada pero
molesta cuando deja en evidencia.
Algunos se llegaban hasta él, le escuchaban, le creían y se hacían bautizar como
signo de un comienzo de cambio.
Algunos se acercaban hasta él a los efectos de poder constatar lo que le habían
comentado.
Él, siempre aferrado a la verdad y habría de ser ello la razón de su muerte. (En
oportunidades se nos dice que dio su vida por Cristo y, desde mi ignorancia, me
opongo a tal afirmación puesto que sostengo que dio su vida por la verdad y en ello
es similar a Cristo. Ambos son “sacados del medio” por defender y sostener la
verdad por sobre todas las cosas).
Hoy en día un personaje como Juan merecería muchos cuestionamientos y recelos.
Algunos le verían como un “loco suelo” por más que su prédica fuese coherente.
Los que siempre dicen la verdad son los niños, los borrachos y los locos.
Algunos le verían como un revolucionario sospechoso. Siempre quienes invitan a un
cambio son, indudablemente, revolucionarios, y toda propuesta de cambio
despierta nuestras sospechas.
Quizás, hoy, necesitemos descubrir a ese Juan que está dentro de cada uno de
nosotros para ayudarnos a convertirnos a ese cambio que cada uno de nosotros
necesitamos comenzar a vivir.
Padre Martín Ponce de León SDB