Sin consolaciones pero con Dios
P. Fernando Pascual
20-7-2014
Nos gusta ser consolados. Encontrar paz en el alma, sentirnos seguros en lo que hacemos, mirar nuestra
existencia desde la confianza, ¿no sería hermoso poder vivir siempre así?
Tarde o temprano, llegan los momentos de prueba, de dolor, de cansancio, incluso de pecado. Nuestra
imagen queda herida. No fuimos capaces de cumplir un propósito, no ayudamos a un familiar o amigo
que nos necesitaba, no entregamos a Dios lo mejor de nuestras vidas.
Otras veces seguimos por el buen camino, pero sin consolaciones. Incluso encontramos dificultades:
dentro, un extraño sentimiento de apatía; fuera, incomprensiones, críticas, abandonos.
Entonces puede surgir el desaliento. Creíamos que la vida cristiana era más sencilla. Encontrarnos con
el pecado o con la desgana nos apaga. Faltan energías interiores. ¿Puedo seguir en el camino?
En esos momentos necesitamos tomar el arado y seguir adelante. No podemos mirar hacia atrás, ni
tener nostalgia de lo que teníamos en Egipto (cf. Lc 9,62; Nm 11,1-6).
Tenemos un don maravilloso de Dios: su gracia. Y una voluntad con la que trabajar, también cuando
faltan consolaciones. Porque si miramos al cielo y recordamos que tenemos un Padre bueno,
seguiremos en el buen camino, pase lo que pase.
En situaciones de desaliento, lo único que importa es estar con Dios y hacer en todo su Voluntad,
aunque no tengamos la ayuda de la consolación. Así lo recomendaba san Juan de Ávila en su famosa
obra “Audi, filia”, que volvemos a leer en su redacción de castellano viejo:
“E si falta la devoción no te penes, pues no se miden nuestros servicios por devoción, mas por amor; y
el amor no es devoción tierna, mas un ofrecimiento de voluntad a lo que Dios quiere que hagamos y
padezcamos, tengamos voluntad o no, y si algunos, que parece dejan el mundo por servir a Dios,
dejasen también la desordenada codicia de los devotos sentimientos del ánima, como dejan la codicia
de los bienes temporales, vivirían más alegres de lo que viven [...].
Desnudo murió Jesucristo, y desnudos nos hemos de ofrecer a él, y sola nuestra vestidura ha de ser su
santísima voluntad, sin mirar a otra parte. [...]
Finalmente, no estar asidos a los flacos ramos de nuestros quereres, aunque nos parezcan buenos, mas
a aquella fuerte columna de la divina voluntad, que nunca se muda. Para que así no vivamos en
mudanzas, mas participemos a nuestro modo de aquella immutabilidad y sosiego que la divina
voluntad tiene, haciendo siempre lo que quiere, y tomando lo que nos invía”.