Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer
Pobreza – Bienaventuranzas
Abraham escuchó la Palabra de Dios, creyó en
ella, abandonó su país, el sitio cómodo donde
vivía, dejó sus bienes, sus hábitos, su pasado, y
se puso en camino. Y parti, “sin saber a donde
iba” (Hebr 11,8) – “seal infalible de que estaba
en el buen camino”, como indica San Gregorio
de Nicea, uno de los Padres de la Iglesia.
Las bienaventuranzas de Jesús nos presentan el
programa del Reino de Dios. Son como las
condiciones para la entrada en ese Reino nuevo, que
Cristo inaugura ya en la tierra. Sobre todo la
primera, la de la pobreza, es muy decisiva para ser
un cristiano auténtico.
El pobre se da cuenta de que depende
totalmente de Dios
. Tiene el sentido de su
limitación humana. En el fondo, cada hombre -
tal vez sin saberlo - es un pobre.
“Felices los pobres, felices los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
No hay entrada para nosotros en el Reino de Dios, si
no somos pobres de espíritu. Porque la pobreza es la
primera condición para ser accesible, permeable a
Dios. Ella es el punto de partida de la vida cristiana.
Si no somos pobres espiritualmente, no estamos en
la fe.
Y la pobreza material es bienaventurada porque
es el signo visible de una pobreza mucho más
profunda y universal: nuestra pobreza moral,
nuestra fe miserable, nuestro amor raquítico.
Todos somos pobres ante Dios, con nuestra
culpa, nuestra miseria, nuestra deficiencia - pero
no todos lo reconocemos ante Él.
Sabemos que la pobreza de alma no es una cuestión
del dinero, sino una cuestión del corazón. El hecho
de que no se posea dinero, no es de por sí una
virtud. No se puede poseer ni un centavo, pero tener
la actitud del rico.
Se puede también - si bien raramente - poseer
muchos bienes y tener la actitud del pobre.
Sólo aquel que conoce y reconoce su debilidad y
pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en
Él, espera todo de Él, busca su protección
poderosa. En esa actitud de pobreza espiritual se
vacía de sí mismo. Y porque esta abierto y
disponible para Dios, hay lugar para la acción
divina. Es lo que nos promete el profeta Sofonías
en la primera lectura: “Yo dejaré en medio de ti
un pueblo pobre y humilde, y ese resto de Israel
pondrá su confianza en el nombre del Seor”.
La pobreza evangélica es una actitud espiritual, y
todos somos invitados a ella - prescindiendo de
nuestros bolsillos.
Y cuando nos imaginamos que ya no tenemos
necesidad de Dios, cuando estamos satisfechos
de nosotros mismos, de nuestros conocimientos,
de nuestras prácticas religiosas, de que no
deseamos nada más, cuando no esperamos ya
nada de Dios - entonces somos ricos. Creo que
no hay pecado mayor que el de no esperar nada
de Dios. Porque si no esperamos nada de Dios,
es que ya no creemos en Él, es que ya no lo
amamos.
¿Cuál es, entonces, la actitud de pobreza espiritual?
El pobre esta dispuesto a dejarse poner en duda,
dejarse cuestionar por Dios, siempre de nuevo. Él
acepta dejarse arrojar de sus posiciones, de sus
estructuras, de sus principios, de todo lo que le es
propio. Felices los que están convencidos de que
nadie es dueño de sí mismo y que Dios puede
pedirlo todo.
Sólo el pobre sale de sí mismo, se pone en camino.
Es el que no se resigna a estar tranquilo, el que
acepta ser molestado por la palabra de Dios. Por eso,
Abraham fue el primer pobre, el primer fiel a la voz
de Dios, cuando Dios le dijo: “Vete de tu tierra, y de
tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo
te mostraré”. (Gen 12,1)
Preguntas para la reflexión
1. ¿Qué espero de Dios?
2. ¿Qué entiendo por pobreza espiritual?
3. ¿Me con
sidero un bienaventurado?
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