Las condiciones del diálogo
P. Fernando Pascual
Dialogar no es fácil. Supone aceptar una serie de requisitos que exigen mucha atención, pero que
podemos poner en práctica si queremos.
El primero consiste, simplemente, en tener algo que decir a alguien que nos quiera escuchar. La
cosa parece fácil, pero cuando nos encontramos con un extraño quizá nos saludamos y, con suerte,
hablamos un poco del frío, del calor o de lo cara que está la vida. Desde luego, en estos casos todos
seríamos capaces de contar muchas cosas de nosotros mismos. Lo que pasa es que no sabemos si
nuestra historia, o nuestra ciencia, o nuestra experiencia, pueden interesarle al otro.
El segundo requisito, quizá el más importante, nos pone ante lo que somos. Para que tú y yo
podamos hablar hemos de sentir que algo nos une, que tenemos un suelo común. Compartimos la
experiencia propia de los hombres, la sed del saber, el anhelo de amar, la ilusión de vivir. Somos
dos hombres en camino que van hacia una meta que quizá no conocemos del todo. Somos dos
corazones que laten, quizá a velocidades distintas, pero con un deseo de hacer algo, grande o
pequeño, por los que viven a nuestro lado.
Nos descubrimos, por lo tanto, como hombres. Nuestra humanidad es algo importante, algo que
compartimos, un don que recibimos de Dios y de nuestros padres. Cuando se pone en duda nuestra
dignidad humana, cuando hay quien dice que el hombre no es más que una ilusión absurda, o que
cada uno vale según tenga más o menos ahorro en el banco, se nos quiere privar de ese deseo de
comunión que nace cuando dos personas se descubren grandes, llamadas a la eternidad, destinadas
al cielo, adornadas con un gran deseo de justicia para nuestra tierra que se renueva y llena de
esperanza ante el milagro de cada niño que nace.
Hay que reconocer, sin embargo, que existen muchas dificultades para poder establecer un
verdadero diálogo. De modo especial los prejuicios nos paralizan, nos impiden dialogar en serio.
Con etiquetas fáciles descalificamos a algunas personas (individuos o grupos) y les negamos
cualquier credibilidad, cualquier espacio para la discusión serena y constructiva. Otras veces nos
inventamos condiciones para el diálogo que no son verdaderas, con lo que ponemos más obstáculos
a algo que, de por sí, no es siempre fácil.
No es extraño escuchar, por ejemplo, que quien dice algo con decisión, convencido de poseer la
verdad, va contra el diálogo. Si somos sinceros, hemos de reconocer que si uno cree tener la razón
no sólo no va contra el diálogo, sino que le da una mayor riqueza y contenido. Lo que va contra el
diálogo son algunas actitudes con las cuales uno trata a los demás. No es extraño encontrar personas
que, al atacar a los otros, los tachan de dogmáticos y dejan así cortada la conversación. Lo que
habría que hacer, con más esfuerzo, es respetar al otro, ver lo que dice, e intentar rebatirle en lo que
tenga de equivocado, no con sofismas fáciles, sino con argumentos serios.
En cambio, sí va contra el diálogo el que defiende algunas ideas que usa para atacar la dignidad de
los otros. Así, un racista es un feroz enemigo del diálogo, porque descalifica a algunos por el color
de su piel. Un fanático de un grupo pseudorreligioso hace lo mismo. No es difícil encontrarse con
niños a los que se les ha enseñado, en sus sectas, que los sacerdotes son diablos; apenas los ven,
huyen llenos de terror. Algunos grupos políticos del pasado (pensemos en los nazis o en los
comunistas radicales) ponían etiquetas a los adversarios políticos de forma que era imposible
cualquier diálogo: el enemigo era un ser despreciable, al que sólo se veía para denigrar, insultar o,
incluso, asesinar.
Aprender a dialogar es sinónimo de aprender a respetar y a amar al otro. También un delincuente
encerrado en la cárcel puede decirnos muchas cosas. Un niño que vende tortillas en una esquina
puede enseñarnos horizontes que quizá hemos olvidado los mayores. Un enfermo abandonado en
una cama de hospital o en una choza maloliente tiene una historia que contarnos. Y los ancianos,
con su experiencia profunda, pueden ser amigos y confidentes a los que acudir en tantos momentos
difíciles de la vida. El diálogo con cada uno será posible si aprendemos a respetar y a amar a todos.
Tenemos muchas cosas que contarnos unos a otros. Con respeto, con sencillez, con amor, el diálogo
no es tan difícil. Así podremos aprender y enseñar tantas cosas, y construir un mundo un poco
menos violento y un poco más lleno de justicia y de paz.