Cuando un niño planta cara
P. Fernando Pascual
17-5-2014
La escena resulta, por desgracia, familiar. Un niño exige dinero o un juguete a sus padres.
Primera negativa. El niño alza la voz, muestra las primeras señales de rabia. Los padres parecen
resistir. El niño insiste, con lágrimas o con gritos, con desplantes o con amenazas. Al final, el
padre o la madre ceden, por el bien de la paz o para evitar mayores complicaciones.
Si la escena se produce ante visitantes (familiares, amigos, extraños), los padres sienten cierto
embarazo: no resulta agradable desvelar el mal carácter de un niño que planta cara, y la
debilidad de quienes están llamados a educarlo.
Ciertamente, al ver un árbol no podemos pensar que estamos ante un bosque. Quizá esta ha sido
la única vez en que los padres han cedido, y tenían motivos serios para hacerlo. Pero en otras
ocasiones, la victoria del niño refleja una situación más delicada: estamos ante una actitud
caprichosa y prepotente que puede desarrollarse hacia una personalidad peligrosa y desviada,
que llega hasta el extremo de “controlar” las decisiones de los propios padres y de otros
educadores.
¿Cómo evitar este tipo de situaciones? No resulta fácil la respuesta. Sin embargo, ofrecer
algunas pistas de reflexión puede ser útil a la hora de afrontar la situación concreta que se vive
en algunas familias.
La primera idea es sencilla y obvia: los padres tienen una responsabilidad grave de educar a sus
hijos. No pueden delegarla a otros. No pueden claudicar ante rebeliones y conflictos. El hijo
menor de edad está bajo su custodia, y deben asumir todo lo que esto implica.
La segunda idea se refiere a la necesidad de “aprender” cómo es cada hijo, con la ayuda de una
sana visión sobre lo que significa existir como seres humanos. Esto no resulta nada fácil. Por un
lado, hace falta leer buenos libros o escuchar buenas conferencias que expliquen qué es el
hombre. Y encontrar esos libros o conferencias, en un mundo tan confuso como el nuestro,
cuesta mucho trabajo. Para otros, parece casi imposible: no tienen ni tiempo para descansar...
Sin embargo, vale la pena invertir lo mejor del propio tiempo para entender mejor qué es el ser
humano, cuál es su origen, cuál su destino, cómo “está hecho”, qué heridas lleva dentro de sí
(sin dejar de lado el pecado original que muchos ignoran), qué potencialidades tiene hacia el
bien, qué deseos laten en su corazón por alcanzar la verdad y la belleza.
Al mismo tiempo, y con una buena antropología, hay que mantener la mirada atenta hacia el
propio hijo: qué tipo de inquietudes manifiesta desde los primeros meses, cómo reacciona ante
lo que le gusta y lo que le desagrada, qué nivel de “respeto” y cariño muestra hacia personas,
animales o cosas. No se puede educar igual a un niño que duerme plácidamente todas las noches
y a otro niño que está continuamente en una inquietud que contagia a sus padres.
La tercera idea lleva a ver la educación como una aventura que requiere esfuerzo, sacrificios,
incluso malos momentos, pero que resulta hermosa si uno consigue orientar a un hijo hacia el
bien.
Ciertamente, más pronto o más tarde llega el momento en el que el chico o la chica toman la
propia vida entre sus manos y entonces llegan a ser plenamente responsables de sus opciones.
Pero mientras ese momento no llega, la ayuda y los consejos de unos padres buenos y
“pedagogos” resultan casi decisivos en muchos hábitos y actitudes que pueden beneficiar al hijo
durante años y años. E incluso después de ese momento, cuando el hijo ya es mayor de edad,
también un buen consejo de los padres, desde un cariño que no acaba nunca, tiene un peso
imponderable en no pocas ocasiones.
La cuarta idea es bastante concreta: ¿y qué se hace cuando un hijo patalea, llora, se rebela,
amenaza, busca imponerse, se muestra agresivo? Si bien cada caso tiene sus particularidades,
hay un criterio general que conviene tener presente: nunca ceder a un chantaje, ni mostrarse
sorprendido ante este tipo de situaciones.
Cuando ocurren estos casos, hay que analizar los motivos del comportamiento del niño, ver si ha
habido decisiones equivocadas en los padres durante el pasado, y tomar una actitud común (del
padre y de la madre) para hablar con el niño y para llevarlo, serenamente, a “razonar”.
Ciertamente, no se trata de explicarle una teoría ética que quizá no puede comprender. Pero hay
muchos modos concretos, prácticos, sencillos, para hacerle recapacitar.
Por ejemplo, el padre o la madre, pasada la tormenta, hablan a su hijo: “Mira, Andrés, hoy
pediste una y otra vez un regalo que por ahora no te vamos a dar. Y no te lo daremos por tu bien.
En primer lugar, para que aprendas cómo se piden las cosas. En segundo lugar, porque el dinero
no es de plástico y a veces se acaba, y hay que dedicarlo a cosas importantes. En tercer lugar,
porque un niño no puede vivir de caprichos, menos cuando hay tantos miles de niños de tu
misma edad que hoy no van a tener la comida que necesitan”.
Desde luego, el “discursito” ha de ser elaborado con tacto y con una sana adaptación al modo de
pensar del hijo. A veces no saldrá bien, o el hijo mostrará indiferencia o apatía. Sin embargo, la
semilla queda en muchos corazones y un día el hijo dará gracias a esos padres que supieron no
ceder a sus caprichos y lo orientaron, poco a poco, en ese buen camino que lleva a la justicia, a
la generosidad, al amor hacia Dios y hacia los demás, especialmente los más pobres y
necesitados.