80 Corazones Valientes
P. Adolfo Güémez, L.C.
¡Ah, cómo hay gente buena! Como cada año, esta Semana Santa tuve la
oportunidad de participar en las Megamisiones. En esta ocasión, a la Sierra
Gorda de Querétaro. ¡En la misma zona donde, hace justamente 20 años,
participé como misionero por primera vez en mi vida!
Las experiencias fueron muchas. Todas muy ricas y profundas. Vivimos jornadas
intensas. Entre lluvia, calor y frío. Entre lodo, tierra y subidas empinadas. Entre
bosques frondosos y caminos desconocidos, pero llenos de la esperanza y la
alegría que sólo Dios da.
Recorriendo ocho de las treinta y tres comunidades pertenecientes a la parroquia
de Ahuacatlán, nos topamos con no poca gente extraordinaria.
En Moritas me encontré con Juanito y Maximinia, quienes llevaban ya 76 años de
casados. Sorda ella, ciego él. Rostros arrugados, pero radiantes de una sencillez
aplastante. Lo único que querían en esa Semana Santa era pasarla juntos los
tres: ella, él, y Jesucristo.
En la capilla Tres Cruces, donde la gente de las comunidades aledañas tiene
turnos para realizar la adoración perpetua del Santísimo, conocí a Angelita. Para
llegar, ella tiene que caminar 5 km. entre lodo y piedras, subiendo por una
pendiente elevada, cargando a su niña de 1 año y llevando de la mano a otra de
4. Todo con tal de estar una hora frente al Rey de reyes.
No dejó de impresionarme que la parroquia tenga más de 1300 adoradores.
¡Vaya que tienen claras las cosas estas personas!
La sra. Julita fue quien recibió en su casa a los misioneros destinados a
Ciénegas. Ella se quedó sin hijos, pues los dos que tenía murieron de jóvenes.
Ahora se dedica a servir a los demás. Fue ahí, en su rústica cocina, donde comí
los mejores frijoles con arroz que he probado en toda mi vida.
Don Perfecto Leal, quien asegura que vive a mucha honra al son de los dos
vocablos que forman su nombre, vive en Santa Águeda. Es la alegría del pueblo
y el apoyo incondicional de los misioneros. Jamás se les despegó, y estuvo
siempre disponible, tanto para servir, como para bromear con ellos.
Pero una de las experiencias más fuertes fue conocer a Luzma. Tiene apenas 15
años, pero ya está postrada en la cama. Sufre de un severo retraso mental que
le impide caminar y comunicarse de cualquier forma. Su mamá es su ángel. No
se separa de ella ni de noche ni de día, pues sabe que es ahí donde se encuentra
su camino para servir y entregarse.
Finalmente quiero hablar de los misioneros. 80 corazones valientes que le dieron
a Cristo un sí durante esos ocho días.
No puede dejar de sorprenderme que sea precisamente en estos ambientes,
llenos de privaciones materiales, donde los jóvenes saquen siempre lo mejor de
sí. No hubo rostros tristes, sino siempre alegres y desprendidos, porque
estuvieron centrados en Dios y en su prójimo.
Para ser misionero no hace falta una gran formación. Basta la conciencia de ser
portadores de un Mensaje que no te pertenece, sino que simplemente custodias
para poderlo entregar a los demás.
No hace falta tampoco irse a tierras lejanas. Basta con vivir nuestra vida
cristiana con la convicción de quién se sabe llamado y amado por Dios. De
hecho, esta es la misión más dura e importante: la de la vida diaria.
En una de las comunidades, al final de la misión, un señor se acercó a pedirles
sus nombres a los misioneros. ¡Y no era para buscarlos en Facebook! Quería
pintarlos en las piedras que rodean el perímetro de la iglesia. Pero les aseguro
que mucho antes que en esas rocas, sus nombres se escribieron en los
corazones de toda esta gente buena.