Cómplices ante el aborto
Los niños asesinados antes de nacer, unos 300 cada día en nuestro país, claman
justicia contra sus asesinos –no quiero incluir aquí a la madre–. El aborto no solo es
un crimen, sino también un pecado colectivo; quiere esto decir que somos
responsables por omisión si no hacemos nada para al menos, si no evitar,
denunciar esta práctica asesina. Los cristianos tenemos el deber de movilizarnos al
máximo para impedir este crimen, luchar contra la ceguera y el egoísmo y acabar
con la mayor esclavitud y ofensa a la dignidad de la mujer que es el aborto.
Independientemente de las leyes aprobadas por la mayoría en este ámbito, hemos
de tener muy claro –y los cristianos lo tenemos– que el respeto incondicional del
derecho a la vida de la persona humana ya concebida y aún no nacida, es el
principal pilar sobre el que se ha de asentar una sociedad civilizada. Cuando un
estado pone a disposición sus instituciones para que alguien pueda traducir en acto
la voluntad de suprimir al concebido, renuncia a uno de sus deberes primarios y a
su misma dignidad de estado. Santo Tomás de Aquino, uno de los grandes
maestros de la conciencia europea, enseña que la ley civil "tiene fuerza de ley en la
medida de su justicia". Según esto, una ley que da licitud a la muerte de seres
humanos es una corrupción de ley. Esto no es válido solo para una sociedad
"cristiana", sino también y especialmente para una sociedad "humana", en la que
se ha de preservar ante todo el derecho del más débil, y nadie hay más débil e
inocente que la persona concebida y aún no nacida.
Llegará un día, no muy lejano, que nuestros descendientes, llevándose las manos a
la cabeza, se pregunten horrorizados ¿cómo fue posible que se cometieran tales
atrocidades y que tantas personas permanecieran pasivas ante tan monstruosos
hechos?
Jesús Domingo Martínez