El complejo tema de la muerte encefálica
P. Fernando Pascual
18-2-2014
Las discusiones sobre la muerte encefálica (o muerte cerebral, aunque no todos la entienden
como idéntica a la muerte encefálica) muestran que estamos ante un tema complejo. Porque, en
el corazón de esas discusiones, se cruzan varios problemas y perspectivas. ¿Cuáles?
Sin pretender mencionar los muchos aspectos de la cuestión, nos fijamos en los siguientes:
¿cómo entender la muerte, especialmente con ayuda de la filosofía? ¿En qué medida la
tecnificación de la medicina y sus costos han cambiado el panorama? ¿Cómo influye, a la hora
de determinar si alguien está muerto, el interés de aprovechar sus órganos para un eventual
transplante? ¿Cómo establecer parámetros médicos adecuados que sirvan para constatar si se ha
dado efectivamente la muerte de un ser humano en un contexto tecnológico como el de muchos
hospitales?
En cierto sentido, las preguntas apenas mencionadas se relacionan entre sí. Según cómo se
defina filosóficamente la muerte se propondrá un modo de constatarla técnicamente, unas líneas
guía sobre cuándo y cómo usar y no usar aparatos de reanimación y otros tratamientos, y unas
posibilidades respecto de la extracción y transplante de órganos.
Empecemos por el primer tema: ¿cómo definir la muerte? No resulta fácil encontrar una buena
definición para un hecho que constatamos con frecuencia y que forma parte ineliminable de la
existencia humana. Como punto de partida, reconocemos que sólo hay muerte si antes ha habido
vida, y la noción de vida también es difícil de aferrar.
Si acudimos a la filosofía, morir implica un cambio profundo, sustancial, por el que un ser
viviente deja de serlo y se convierte en una realidad no viviente. La definición deja aspectos en
el aire, pues al morir un ser viviente siguen presentes en su cuerpo otras formas de vida: algunas
células siguen activas, además de que “aparecen” microorganismos que empiezan a desarrollar
un trabajo frenético. A pesar de lo anterior, notamos como característica de la muerte el hecho
de perder un nivel de unidad biológica funcional que se daba anteriormente y que deja de darse,
y que impide la realización autoregulada de actividades básicas, como las propias de la
nutrición.
Podemos, entonces, indicar que la muerte consiste en la pérdida de la vida de un ser de nuestro
mundo. Otra definición filosófica, que tiene dos importantes aladides, Platón y Aristóteles, nos
dice que morir es perder el alma. Un cordero vive mientras tiene alma. ¿Cuándo se pierde el
alma? Cuando el organismo queda tan dañado que desaparece en él la coordinación necesaria
para que se dé un determinado tipo de alma que lo mantenga en vida.
Este tipo de definiciones parecen complejas, pero pueden simplificarse si decimos que morir es
dejar de ser un viviente de una especie concreta. Dejar de vivir como hombre, o como ciervo, o
como abeja, o como caracol.
Respecto de los seres humanos, morir es perder la propia existencia biológica; o, si se acoge una
idea clásica, morir consiste en la separación entre el alma y el cuerpo. No es el momento para
detenernos a explicar lo que sea el alma humana, pues necesitaríamos para ello una elaboración
articulada y compleja. Simplemente nos situamos en la perspectiva según la cual la muerte
implica el final de la existencia terrena de un ser humano, pero no su total aniquilación, pues el
alma pervive tras la muerte, por tratarse de un alma espiritual.
La muerte de cada hombre, de cada mujer, tiene un carácter único, precisamente porque el ser
humano posee una naturaleza especial, un modo de existir que lo sitúa en un lugar inigualable
entre los demás seres vivos que conocemos en el planeta. Ello explica por qué ofrecemos tantas
atenciones a varios niveles (médico, psicológico, espiritual) a cada uno, sobre todo cuando se
acerca ese momento inexorable de su muerte.
Entramos así al segundo aspecto de nuestro tema: la tecnificación de la medicina. Con los
progresos de la ciencia y de la técnica, muchas situaciones que en el pasado llevaban
inexorablemente y con bastante rapidez hacia la muerte pueden ser superadas, al permitir curar a
las personas, o al mantenerlas en vida durante semanas, meses e incluso años, a pesar de seguir
dañadas por algunas enfermedades de gravedad.
La enumeración de tales progresos podría ser larguísima. Sería suficiente recordar las mejoras en
la higiene (algo que falta todavía hoy en no pocos lugares del planeta), las vacunas, la
respiración artificial, las transfusiones de sangre, los antibióticos, la diálisis, la microcirugía, los
transplantes de tejidos y órganos, el uso de antidoloríficos y calmantes, etc.
Algunas personas necesitan, por la situación en la que se encuentran, la ayuda de una o varias de
las nuevas tecnologías médicas, a veces con gastos sumamente elevados. Basta con visitar la
zona de reanimación de algunos hospitales para percibir la complejidad de los aparatos
empleados, que en ocasiones son producidos a precios muy altos, y cuyo mantenimiento y uso
también es costoso.
Los beneficios de estos progresos están a la vista. Millones de personas, que hace un siglo
habrían muerto en su infancia o juventud, pueden llegar a vivir más allá de los 70 años, en
condiciones de vida bastante aceptables. Al mismo tiempo, no podemos olvidarlo, otros
millones de personas están privadas del acceso a esos progresos, incluso a curas básicas, por
falta de recursos propios y/o públicos, lo cual explica la poca esperanza de vida de la población
en algunas regiones de nuestra tierra.
Aquí hemos de señalar una situación nueva para las familias y las sociedades. En los países con
una asistencia médica más avanzada, resulta posible prolongar el tiempo de vida, con el uso de
aparatos más o menos sofisticados, de personas que han sufrido graves daños y a las que resulta
muy difícil devolver a condiciones de vida más o menos autónoma.
Un caso paradigmático es el de quienes viven durante años en estado vegetativo. Otro es el de
quienes pueden sobrevivir sólo con la ayuda de aparatos muy costosos, por ejemplo con un
pulmón de acero. El caso de la española Olga Bejano Domínguez resulta ser, en ese sentido,
paradigmático.
Este tipo de situaciones no sólo crea un aumento de gastos, que alguien debe pagar (el mismo
enfermo, sus familiares y conocidos, las compañías aseguradoras, el Estado), sino que también
lleva a algunas personas, movidos por una errónea idea de compasión, a desear que el enfermo
deje de sufrir, lo cual sería posible adelantando su muerte. Es decir, se hacen presentes
propuestas de eutanasia en sus diversas formas, con las que, algunos dicen, se abreviarían
dolores y gastos al provocar la muerte de un ser humano situado en condiciones que muchos
califican como de baja “calidad de vida”.
No nos detenemos en elaborar un juicio sobre la eutanasia y sobre la necesidad de distinguir
entre tratamientos proporcionados y ensañamiento (encarnizamiento) terapéutico. Basta con
recordar lo ya explicado en un documento publicado por la Congregación para la doctrina de la
fe en 1980 con el título “Iura et bona” para un buen enjuiciamiento ético sobre esta temática.
Pasamos así al tercer aspecto: los transplantes de tejidos y órganos. Es un tema relativamente
nuevo y que ha abierto fronteras prometedoras gracias a los enormes progresos de la medicina
que acabamos de recordar. Con un mejor conocimiento del organismo humano y con medicinas
e instrumentos cada vez más sofisticados, es posible ofrecer a miles de personas tejidos y
órganos con los que mejorar su salud y prolongar el tiempo de su existencia terrena.
No es el caso explicar los diversos aspectos médicos que giran en torno a los transplantes, sobre
todo respecto de la calidad del órgano transplantado y de su compatibilidad en quien lo recibe.
Es obvio que un órgano que va a ser transplantado podrá ayudar eficazmente a un receptor si tal
órgano es obtenido en las mejores condiciones posibles.
En vistas a esas condiciones optimales, se comprende que extraer órganos de personas fallecidas
en el sentido clásico del término (después de la cesación de toda actividad respiratoria y
cardíaca) no resulte especialmente eficaz, pues algunos órganos candidatos a ser transplantados
quedan dañados en mayor o menor medida por la falta de irrigación sanguínea y los demás
procesos que siguen a la muerte.
Por lo mismo, un donante será más “adecuado” si ofrece un órgano en condiciones de salud
(como ocurre cuando una persona sana cede un riñón a otro), en condiciones de falta de salud
pero con el apoyo de aparatos que mantienen ciertas funciones básicas (nutrición, respiración,
circulación sanguínea), o en una situación de muerte encefálica (sobre la que hablaremos un
poco más adelante). Igualmente, reducir al máximo el tiempo que pasa entre la muerte del
donante, la extracción del órgano y su transplante en el receptor resulta clave para que todo el
proceso obtenga beneficios aceptables.
La reflexión ética sobre el tema de los transplantes no puede dejar de lado una serie de
preguntas: ¿existe una obligación de donar órganos a quienes no pueden vivir sin un transplante?
¿Puede el donante poner en peligro su salud desde la pérdida de una parte de sí mismo? ¿Qué
tipo de costos hay en los transplantes y quiénes los deben pagar? ¿Cuándo un transplante implica
más daños que beneficios en quien lo recibe? ¿Con qué criterios seleccionar a varios pacientes
que recibirían sin grandes problemas de rechazo un único órgano disponible?
Por lo que respecta a transplantes desde un cadáver, la pregunta central es: ¿con qué criterios
tener certeza de que el cuerpo del donante ya pertenece a un ser humano fallecido? En otras
palabras, ¿cómo constatar con seguridad que la muerte ha tenido lugar y que ya sería lícito
extraer los órganos de este cadáver? ¿Y qué sistemas de reanimación pueden usarse sobre un
cadáver con el fin de conservar de la mejor manera posible sus órganos en vistas a un eventual
transplante?
Con esta última pregunta tocamos el cuarto aspecto que habíamos señalado al principio, y lo
hacemos precisamente desde el tema de los transplantes de órganos. Al hacerlo así evocamos la
situación histórica en la que se elaboró una de las primeras definiciones de muerte cerebral: una
comisión en Harvard, el año 1968, que tenía entre sus objetivos determinar los parámetros que
permiten tener certeza de estar ante un cadáver para facilitar la extracción de sus órganos. Con
esos parámetros, se pensó, sería posible dejar de “mantener” artificialmente (con aparatos
costosos, no lo olvidemos) a aquellos cuerpos de personas fallecidas pero que conservaban
funciones vitales gracias a la técnica; por otro, habría seguridad de que la extracción de los
órganos de esos cuerpos mantenidos artificialmente en condiciones “vitales” no provocaba su
muerte, pues ya estarían muertos...
El informe de Harvard de 1968 establecía una serie de parámetros desde los cuales se podría
constatar que el cerebro había dejado de coordinar y mantener la unidad del organismo, por lo
que uno estaría muerto a pesar de las apariencias de vitalidad que serían simplemente el
resultado del uso de los modernos aparatos de reanimación y sustentamiento.
Hay que constatar que existen en el mercado diversas teorías sobre cuáles sean los parámetros
para constatar la muerte cerebral, mientras que otros prefieren hablar, de un modo más preciso,
sobre muerte encefálica. Igualmente, no todos concuerdan a la hora de indicar qué partes del
encéfalo habría que considerar para ver si uno está o no está muerto. Algunos, por ejemplo,
suponen que habría muerte cuando está dañada la parte cortical del cerebro. Otros, en cambio,
consideran que sólo hay muerte cuando están dañadas de modo irreversible todas las partes del
encéfalo, es decir: el cerebro, el cerebelo y el tronco-encéfalo.
El panorama se hace más complejo si recordamos que un filósofo como Hans Jonas consideró
éticamente incorrecto usar la idea de muerte cerebral para extraer órganos de un cuerpo humano
mientras seguía unido a los aparatos que lo mantenían con ciertas funciones “vitales”. Según
este autor, la muerte no es algo que puede ser identificado con un momento concreto ni desde
señales de daño cerebral irreversible, sino un proceso. Según Jonas, sólo sería lícito extraer
órganos en aquellos cuerpos que hubieran sido desconectados de los aparatos que los mantenían
en una forzada “reanimación”, cuando ya fuera evidente que no tenían ninguna actividad
cardíaca ni respiratoria autónomas.
Hay autores de ámbito católico, como Josef Seifert y Robert Spaemann, que también se han
opuesto al uso de la idea de muerte cerebral para permitir la extracción de órganos vitales de un
cuerpo cuya muerte no habría sido constatada con la suficiente certeza a través del uso de
parámetros inseguros, insuficientes o mal utilizados, como el de la muerte cerebral.
Otros autores, también de ámbito católico, como el cardenal Elio Sgreccia, se muestran más
abiertos a un uso éticamente correcto de la constatación de la muerte desde el criterio
neurológico (muerte encefálica); es decir, desde una serie de parámetros que indican la pérdida
de la unidad mínima necesaria para que un organismo esté dotado de vida autónoma. Tales
parámetros, si determinan que ha habido una cesación irreversible de todas las funciones
encefálicas, serían suficientes para estar seguros de que estamos ante un cadáver.
Como se ve, estamos ante un tema complejo y con muchas perspectivas. Hay, sin embargo,
algunos criterios fundamentales que no pueden ser dejados de lado, y que por desgracia no son
compartidos por quienes abordan estas temáticas. Tales criterios son: hay que respetar siempre a
la persona humana; hay que ayudarla a conservar su vida en la medida de lo posible y sin
menoscabo del respeto a otros; hay que promover todo aquello que tutele la salud y que permita
una atención adecuada a las personas enfermas; hay que evitar toda intervención excesiva y
desproporcionada cuando ya no es posible restablecer la salud y cuando hay graves
inconvenientes de tipo humano, familiar y social; nunca será lícito extraer órganos u otras partes
del cuerpo de un ser humano en aparente muerte encefálica si no existe la certeza suficiente de
que ya ha fallecido, como tampoco es lícito provocar tal muerte por falsa compasión o para
utilizar partes del cadáver.
Son criterios generales, pero que suponen admitir una verdad que ha sido mencionada
anteriormente: todo ser humano, por su condición espiritual, goza de unos derechos intrínsecos,
entre los que se encuentra el derecho a la vida y al cuidado de su salud, desde su concepción
hasta que se produce su muerte.