Las galernas del Atlántico
Pedro Rizo
Un amable y parece que fiel lector me pide le reenvíe un post que colgué hace
años, coincidente con estas actuales tempestades de la mar océana. Movimientos
que son saludables en la ecología de sus aguas pues gracias a ellos se limpian y se
purifican.
Lo que entonces me movió a escribir fue más un hallazgo de humanidad que un
examen del clima.
Pasemos ahora "al reenvío":
Los católicos creemos que toda muestra de amor es un producto genuino de Dios.
San Juan puesto a definir a Dios lo consiguió sintetizar en tres palabras: "Dios es
amor". (1 Jn 4, 16) Cualquier cosa que hacemos con desinterés propio y por el bien
de otros es una presencia de Dios; aunque no la hagamos por Él. Porque, sea por Él
o sin Él, somos como cables conductores de esa su esencia por la que, como
afirmaba un bolero, no importa “que se quede el infinito sin estrellas o que pierda el
ancho mar su inmensidad...“
"Sólo Dios es bueno". (Mc 10, 18) Por eso una pequeñez de atención puede hacerse
inmensa. Pequeña para el que la da, pero grande para el que la recibe. Si será esto
verdad que el buen ladrón, aun sin compromiso directo, defendió al inocente que
tenía a su lado del basilisco celota que le increpaba. ¡Qué intervención formidable!
No fue sólo compasión sino reconocimiento de justicia, de lo que el celota tanto
presumía. "Nosotros estamos aquí porque lo merecemos, pero Él no." Aún, por
piedad, le dijo: "Acuérdate de mí cuando estés en tu reino." ¿Fue nada más un
seguir la corriente a aquel loco nazareno...? Aun así, sus palabras compasivas le
valieron el Paraíso. (Lc 23, 42)
Esa vecina que alguna vez nos asalta inoportuna en el súper y que, seguramente,
sólo busque pequeñas huellas de amistad que atenúen su abandono. Ese anciano
triste porque su hija no viene a verle, o la dama pintada y teñida como en los años
treinta y que ya sólo vive del recuerdo de una explosiva juventud... Hasta que una
mañana se les descubre muertos en su casa, quizás desde varios días. Es una
lección que me enseñaron en mi juventud: "Perder unos minutos en conversación
puede ser para muchos el mayor de los regalos."
Sobre estas reflexiones les traeré una anécdota.
Fue en Muros de San Pedro, pueblo de la provincia de La Coruña, anidado en una
ria de tal belleza que se apodera de tus retinas para siempre. Cuna de pescadores
para todos los mares, de marinos mercantes, de conserveros y rianxeiras. Tan
típico que va para muchos años que lo declararon Patrimonio de la Humanidad. Así
sus arcadas romanas, o sus monumentos, como lo es la Colegiata de San Pedro, de
gótico marinero, parroquia en la que fui bautizado. De cuando escribo servida por
un párroco, Don Casimiro, que se sabía todos los nombres de sus feligreses. Igual
de los que aquel año vivían en Muros como de los del mundo entero, pues pocos
lugares quedan sin que los pise un muradano. Cuando llega el verano muchos de
ellos vuelven al pueblo para visitar a sus parientes, yo creo que necesitados de
templar sus morriñas.
Una mañana de orvallo de un mes de julio me encontraba en la Oficina de Correos
para poner un fax, pues que en aquellos años todavía no se usaba la red de
Internet. Había cola y tan reducido espacio lo llenábamos por refugio de la lluvia.
Un empleado atendía el mostrador para todo lo que se quisiera. Un sello que le falta
a don Manolo, un reembolso que recoge Carmiña...
De pronto entró una mujer y todos callaron. Representaba unos cincuenta años,
quizás menos. No podía pasar desapercibido aquel su gesto de despiste y a la vez
resuelta entrada, derecha hasta el mostrador. Vestía de negro hasta los zuecos;
también negro era el pañuelo que le enmarcaba su rostro de cutis todavía terso y
anacarado. Se acercó al mostrador, a mi lado, y sin respetar turno preguntó si
había algo para ella. El empleado le contestó: «- No, Maruxiña - convengamos que
se llamaba así -, llevamos ya tres días sin la saca de América. Puede que el
lunes...» Y siguió atendiendo su trabajo.
Ella se quedó callada, quieta, pensativa, extrañamente aislada en el apretujo de
gente que llenábamos la estafeta. Después de un buen rato se dio vuelta. Yo la
estorbaba y como pidiendo paso detuvo en los míos aquellos sus ojos de brillante
azabache, extraviados de sólo mirar adentro de sí misma. Como disculpa y
extrañeza dijo, quizás cantó: «-Onte chamei o meu fillo….ᄏ Y pensativa, despacio,
se dirigió a la puerta, la abrió, y se quedó allí con la hoja entreabierta, calmosa,
volviendo la cara a un lado y a otro con un aire de molesta perplejidad.
Pregunté al funcionario: «- ¿Qué pasa con las sacas de América?» Y entonces me
enteré de que años atrás a causa de terrible galerna hubo un naufragio - como
tantos en Galicia - en el que murieron ahogados unos pescadores. Entre ellos el
marido y el único hijo de Maruxa. Pero ella nunca pudo aceptarlo y decía que
estaban en Nueva York. Y cada pocos días iba a Correos a preguntar por una carta
que no podía llegar.
Maruxa era cuidada por una hermana mayor con la que vivía. Por las tardes se
sentaba a la puerta para hacer encajes como bolillera. Dedos rapidísimos que
trenzaban mágicas geometrías. Los vecinos la querían y la acompañaban en sus
charlas inconexas; el administrador de Correos le aplazaba las sacas de América
para el lunes siguiente; en la farmacia encontraba tertulia para hablar de lo
grandísimo que es -- ella lo sabía bien --, Nueva York...