Si la sal se vuelve sosa...
P. Fernando Pascual
1-2-2014
Cristo vino para ofrecer la salvación, para anunciar el Reino, para perdonar los pecados. Reunió a un
grupo de discípulos. Constituyó a algunos de ellos como Apóstoles. Les envió a predicar.
Tras su Muerte y Resurrección, la venida del Espíritu Santo llevó a su punto culminante el nacimiento
de la Iglesia. Desde entonces la sal está presente y actúa en un mundo necesitado de salvación y de
esperanza.
Pero si la sal se vuelve sosa (cf. Mt 5,13)... El peligro existe. Ya en los primeros siglos hubo cristianos
que quedaron atrapados por la mentalidad de este mundo y se apartaron del Evangelio. Buscaron sus
propios maestros, dejaron que la presunción o las ideologías dominaran sus corazones, y surgieron
herejías que dañaron a miles de corazones.
La historia de la Iglesia católica está marcada por el gesto de tantos bautizados que un día dejaron de
mirar al Maestro, se apartaron del Papa y de los obispos que enseñan la verdadera doctrina católica, y
buscaron sus propios intereses, no los de Cristo (cf. Flp 2,12; 1Co 1,17).
También hoy no resulta difícil encontrar a quienes dejan a un lado el Credo y los concilios, desde el
primero (Éfeso) hasta el último (Vaticano II), y que elaboran sus propios “catecismos personales”. O
quienes interpretan la Biblia según teorías incompatibles no sólo con la fe, sino con la sana filosofía. O
aquellos que pactan con una modernidad enfermiza y acogen ideas propias de los hijos de las tinieblas.
La lista de errores ha sido y es desoladora. Unos, por falta de preparación. Otros, por deseos de
aparecer y de ser aplaudidos por los hombres. Otros, simplemente, para sumarse a proyectos
mundanizantes que nada tienen que ver con la fe católica, porque piensan de un modo semejante al de
los modernistas condenados por san Pío X. Otros, porque suponen que serán acogidos si aceptan lo que
ya tantos otros han aprobado: abortos, eutanasias, matrimonios que no lo son, y una larga lista de
desórdenes morales y de atentados contra la justicia.
Mientras, millones de hombres y mujeres esperan la llegada de la sal verdadera, la que conserva, la que
limpia heridas, la que perdona pecados, la que introduce en el dinamismo pascual de muerte y
resurrección con Cristo.
¿Encontrarán en nosotros corazones creyentes y preparados, lámparas encendidas de quienes desean
brillar con la luz de Cristo? La pregunta estremece, mas no debemos temer: la Iglesia ha pasado por
oscuridades desoladoras en tantos momentos de su historia, pero la fidelidad de corazones abiertos a la
gracia y fieles a la fe, ha permitido que la nave de la Iglesia superase tormentas y transmitiera a cada
generación un mensaje que viene de Dios y que transforma el mundo con la fuerza humilde y firme de
un poco de sal.