Preservar la sana doctrina
P. Fernando Pascual
25-1-2014
La Iglesia católica nace desde el corazón de Dios. Acoge el gran mensaje de la misericordia. Camina
en la historia del mundo con su mirada puesta en Cristo. Vive y se nutre desde la Eucaristía. Tiene una
fe conservada en millones de bautizados durante siglos.
Sin embargo, una pregunta surge ante cada generación humana: “cuando el Hijo del hombre venga,
¿encontrará la fe sobre la tierra?” ( Lc 18,8). Porque la fe, don de Dios, es también respuesta libre del
hombre. Y porque la fe puede desaparecer en muchos “cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo
para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo” ( 2Co 4,4).
Como advierte el apóstol Pablo, “vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina,
sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír
novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas” ( 2Tm 4,3-4).
No faltan señales en nuestro tiempo que confirman estas palabras de Pablo. Muchos hombres y
mujeres, incluso entre los que se dicen católicos, se apartan de la verdad y buscan ídolos en ideologías
modernistas, relativistas, neognósticas, o en las muchas tendencias de la galaxia indefinida que
conocemos como New Age. ¿No vemos con pena ese apartarse de muchos bautizados de la “sana
doctrina”?
Da miedo palpar el continuo ataque de Satanás contra los hijos de la luz, asusta constatar su fuerza
contra aquellos que desean huir de las tinieblas (cf. 1Ts 5,5). El demonio trabaja y “ronda como león
rugiente, buscando a quién devorar”, y sólo queda resistirle “firmes en la fe” (cf. 1P 5,8-9).
No resulta fácil (¿lo ha sido alguna vez?) preservar la sana doctrina. A pesar de las dificultades,
tenemos a nuestra disposición la luz del Espíritu Santo y la presencia consoladora de Cristo, “todos los
días hasta el fin del mundo” ( Mt 28,20). Tenemos, además, el tesoro de los Santos Padres y de los
Concilios, desde Nicea hasta el Vaticano II, como expresión de una fe maravillosa.
Estamos llamados a conocer cada día más esa fe, a estudiarla en sus formulaciones a lo largo de los
siglos, con ayuda de los concilios dogmáticos, especialmente de dos de los últimos siglos: el Concilio
de Trento y el Concilio Vaticano I.
Necesitamos, con una mirada serena y segura como la de los santos, volver el rostro y el corazón a
Jesucristo, Salvador y Señor del mundo y de la historia, Hijo del Padre e Hijo de María Virgen. Sólo en
su barca, la Iglesia católica, encontraremos la belleza de la Verdad y la Vida, el Camino que permite
acceder hacia la Casa donde nos espera, para siempre, el Padre de las misericordias.