De la vergüenza al perdón
P. Fernando Pascual
4-1-2014
Hay momentos en los que miramos, en serio, el fondo de nuestras almas. Descubrimos,
entonces, luces y sombras, generosidad y egoísmo, justicia y traiciones. Las zonas claras no
eliminan el peso y la pena que nos produce descubrir zonas oscuras.
Al ver zonas negativas, al reconocer nuestro pecado, sentimos una pena intensa. Surge un
sincero sentimiento de vergüenza. Hacemos propias palabras como las escritas por un Papa,
Pablo VI, desde lo más íntimo de su corazón, al reconocer que su vida estaba “cruzada por una
trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas,
equivocadas, tontas, ridículas (...). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de
paciencia, de reparación, de infinita misericordia” (Pablo VI, “Meditación ante la muerte”).
Sí: hay hechos que quisiéramos no recordar. Hay cobardías que nos apartaron del hermano. Hay
avaricias que impidieron a nuestras manos compartir el pan y el dinero con quien lo necesitaba
verdaderamente.
Cuando el dolor es sincero y sano, cuando llega a ser un arrepentimiento auténtico y humilde,
somos capaces de abrir el alma y presentarla a un Dios que desea simplemente una cosa:
derramar en nosotros el bálsamo de su misericordia.
Entonces caminamos desde la vergüenza hacia el perdón. Sólo el enfermo que descubre su mal
acude al médico. Sólo quien reconoce sus miserias invoca a Dios para pedir, de rodillas,
misericordia.
La respuesta del Padre, lo sabemos, es una: su Hijo en una Cruz que perdona los pecados, que
destruye egoísmos, que supera injusticias, que devuelve paz a los corazones, que abre las puertas
de los cielos en el sacramento de la confesión.
Con su Sangre derramada quedan borrados los pecados del mundo. Basta simplemente con
ponerse, como mendigos de misericordia, a sus pies, para decirle: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión
de mí, que soy pecador!” ( Lc 18,13).