Noche polar
En Murmansk, quinientos kilómetros por encima del Círculo Polar, el invierno se
convierte en una fría y larga noche. Es curioso comprobar cómo el cuerpo tiene
necesidad de luz solar. A veces se siente físicamente, como una sed que brota de
improviso de un lugar indefinido. Supongo que más al norte será peor. Aquí, al menos,
queda el consuelo pálido de un par de horas de resplandor lánguido, normalmente
amortiguado por las nubes que casi ininterrumpidamente cubren el cielo.
Es curioso, pero esta situación se le antoja a uno la viva imagen de la fe. En medio de
la noche polar el sol es objeto de creencia. No sólo de esperanza, que también: el
primer día en el que el sol asoma por el horizonte es fiesta en la ciudad. Pero mientras
llega ese día hay que creer que existe el sol al que no alcanzamos a ver. El resplandor
de las dos horas al día debe venir de algún sitio. Si existe esa tenue luz ha de existir
su fuente. Los pocos días en que las nubes nos dan un respiro el mediodía es también
todo un sacramental de esta fe solar. Un cielo suavemente rojizo, como el de los
atardeceres mediterráneos, nos avisa de la existencia del esquivo astro. La fe, pues,
en esta metáfora septentrional, no es una actitud ciega: existen signos sacramentales
del astro rey.
Algunas veces, raras, esos signos alcanzan la cima de una experiencia mística: cuando
el frío aprieta y el cielo se despeja, la naturaleza nos regala una aurora boreal. Dicen
los especialistas que las auroras boreales son producto del choque de radiaciones
solares contra la atmósfera. Así será. Lo importante es que nos envían un signo más
del sol que, pese a ocultarse, avisa de su existencia y promete asomarse un buen día,
sin velos, por el horizonte.
José M. Vegas cmf