¿Hay un fariseísmo antifariseo?
P. Fernando Pascual
30-11-2013
Duele encontrar en un ser humano señales de fariseísmo. Decir una cosa y vivir otra, preocuparse por
detalles sin importancia y dejar de lado el respeto a la justicia y a la compasión, disimular para ser
aplaudidos por los hombres y pisotear malévolamente a los que se equivocan: ¿no son actitudes
farisaicas que provocan un rechazo general?
Puede ocurrir, sin embargo, que mientras uno señala a otro por sus actitudes farisaicas, incurra sin
darse cuenta en una especie de “fariseísmo antifariseo”. ¿De qué se trata?
Pensemos en alguien que encuentra en su familia, en el trabajo, entre sus conocidos a un compañero
sumamente estricto, duro, inflexible. Se nota en sus actos y sus palabras señales de desprecio hacia los
demás. Con frecuencia acusa a otros, cercanos o lejanos, de incumplidores, de egoístas, de inmorales.
Sí: es fácil tildar a una persona así con el adjetivo “fariseo”. Además, ¿no tendrá en su corazón apegos
malsanos, comportamientos desleales, ambiciones ocultas? Si la sospecha encuentra puntos de apoyo y
señales más o menos claras de hipocresía, no quedan dudas: ese conocido es un fariseo.
Al mismo tiempo, quien condena a otros como fariseos puede suponer que él mismo está libre de ese
pecado. Es cierto: comete errores, llega tarde al trabajo, incumple promesas a sus amigos, no respeta
normas básicas de convivencia. Se justifica diciendo que es un pobre pecador, que tiene sus
debilidades, que nadie es perfecto. Incluso se siente humilde: está libre del pecado del fariseísmo
porque reconoce sus faltas, no como ese fariseo...
Así, sutilmente, uno incurre en una actitud de fariseísmo antifariseo... Por creerse humilde, por sentirse
libre del pecado de soberbia, por declarar que posee la humildad propia de un pecador, supone que
tiene el derecho de criticar a quienes ha puesto la etiqueta de fariseos.
No se trata de rizar el rizo, pero el peligro de incurrir en el fariseísmo antifariseo nos amenaza un poco
a todos. Por eso, es importante tomar esa actitud sanamente humilde de quien reconoce sus pecados
para pedir confiadamente el perdón de Dios, y evita condenar a quienes están a su lado o a los lejanos.
Si uno vive así, aprenderá a rezar por todos, sin despreciar a nadie por un fariseísmo más o menos
claro. Evitará entonces el caer en actitudes que impiden perdonar sinceramente a otros; también a quien
pueda haber incurrido en uno de los pecados más sutiles del espíritu: el del fariseísmo. Sólo entonces
se asemejará un poco a Dios Padre, “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos” ( Mt 5,45).