ALGO MÁS QUE PALABRAS
LA LUZ DE LOS DERECHOS HUMANOS
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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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A veces es bueno retornar a las raíces y a los motivos, a las realidades vividas por la naturaleza
humana y a la historia de los sentimientos, para ver con otros ojos la perspectiva del tiempo, lo que
hubiera sido evitable, lo que sucedió inevitablemente, y lo que puede volver a suceder. La vida, que es un
permanente espacio de sorpresas, con unos moradores en continuo movimiento, nos imprime en ocasiones
unos contrastes que nos dejan sin palabras. Por eso, pienso que es muy saludable prestar atención y poder
decir por igual, poder visionar horizontes unos junto a otros, y asimilar relaciones uno con todos y todos
con uno. Al fin y al cabo, existimos para convivir, y el diálogo es el gran instrumento a utilizar.
Ciertamente, la convivencia aún es la gran asignatura pendiente de la ciudadanía, en parte por un mal uso
de los deberes y de los derechos, por la irresponsabilidad propia del ciudadano, que no piensa y se deja
llevar por el instinto.
El verdadero ser humano que busca, crece aprendiendo, y llega a descubrir que somos los
principales garantes de lo que pasa por el planeta. No tenemos excusas. Somos la memoria que
recogemos y el compromiso que tomamos. Y en esta vida, la primera obligación es la de entenderse y
atenderse, mal que nos pese. No es un compromiso más, que conlleve una tarea extraordinaria, es una
oportunidad para penetrar en la felicidad de uno, sintiendo el bienestar de los demás. Naturalmente, todos
tenemos el deber, y también el derecho, a ser felices. Aunque el querer dicen que lo es todo en la vida, en
ocasiones, hay voluntades que nos trastocan hasta el mismo concepto de la persona humana. Motivados
por estos errores inhumanos, causantes de tanto horror y miseria, Naciones Unidas, a través de su
Asamblea General, proclamó el diez de diciembre como día de los derechos humanos en 1950. Fue un
gran paso, y a la vez una gran pasión, intentar que todas las voces puedan oírse, y tras su escucha, poder
al menos compadecerse y buscar liberación.
En cualquier caso, frente a tantos despropósitos como crueldades vertidas, hace falta que la luz
de los derechos humanos ilumine y refuerce la visión de la Declaración Universal, como compromiso con
la dignidad y la justicia a escala planetaria. No es una lista de ambiciones, ni un articulado de buenos
propósitos, se trata de poner armonía y de activar, en todos los lugares donde exista la vida humana, un
respeto y una consideración hacia nosotros mismos. Tenemos que desterrar de este mundo el ciclo vicioso
de humillación que tantas personas soportan. Los tiempos actuales son propicios al comercio de personas,
a la represión de pensamientos, al atropello de existencias con la confusión y la mentira. El día que todos
formemos parte de un compromiso de denuncia de estos abusos inhumanos, protegiendo a los más
débiles, y ayudándoles a obtener justicia y apoyo, habremos avanzado en las relaciones humanas, en la
cooperación y colaboración de auxilio. Por desgracia, el estado de derecho en muchos países establece
diferencias. Los fuertes lo consiguen todo. Los débiles, en cambio, lo sufren todo. Hay tantos derechos
básicos negados a vidas inocentes, que sería bueno reflexionar y ver la manera de superar este calvario en
el que malviven muchos seres humanos.
Indudablemente, tenemos que volver a entusiasmarnos en las aspiraciones profundas del ser
humano, de vivir en dignidad, superando los conflictos y la deshumanización que nos invade. Hemos de
romper con la tremenda violencia que nos cobija en el momento presente. Estamos negando el futuro y el
presente a tantas criaturas, que la luz de los derechos humanos ha de resplandecer por todo el orbe, de
manera urgente y precisa. Para ello, no es necesario ningún acto de heroicidad, sino de coherencia
humana, de espíritu autocrítico, de salvaguarda del imperio del derecho más natural, puesto que lo que
debe cesar es nuestra pasividad ante la explotación de vidas humanas. La esclavitud sigue más vigente
que nunca. Si nos hubieran educado en el deber de conciencia, sería más fácil llegar a estos indeseables
ciudadanos (o poderes) que no paran de torturar al más débil. El mundo actual lleva consigo una crisis de
valores en la humanidad, que puede destruirse por sí mismo. Lo sabemos, pero hacemos bien poco por
cambiar. También aumentan las desigualdades, que con la mala gestión de los asuntos públicos, veo muy
difícil que disminuya la pobreza. También lo sabemos y hacemos nada por transformar la exclusión.
En vista de la bochornosa situación, se me ocurre pensar en las dos maneras de propagar la luz,
que al menos nos de esperanza. Una, siendo el sol que la emite. Otra, el espejo que la refleja: la luna. En
ambos modos, se requiere un corazón en movimiento, capaz de instruir a las nuevas generaciones otro
estilo de vida, totalmente distinto al presente, puesto que se trata de equipar a todos los seres humanos
con los medios que necesitan para vivir su vida en condiciones de seguridad y con dignidad. Y esta luz es
la que ha de educar, no como una lección que se aprende en las escuelas, sino como el haz y el envés de
una flor, que es flor por ella misma y en su conjunto. Bajo este referente de belleza, cualquier violación a
los derechos humanos, hace que la luz yazca muerta en el suelo, sin posibilidad de iluminar o de reflejar
ningún cambio. Por tanto, cuando tantas fuerzas contrarias nos impiden ver la luz y seguir a la luz, nos
queda la ilusión de la evolución, de la ruptura con lo que no florece, haciendo de los humanos derechos,
un deber de obligado cumplimiento.
El día que en verdad los derechos humanos espiguen como un sol de justicia, o como una luna
encantada, y sean lenguaje común en todo el planeta, será cuando avanzaremos hacia la mayor realización
de la civilización humana, una promesa que está en el alma de la Declaración Universal, y que aún no ha
pasado de ser una proposición más, puesto que con la creciente brecha entre ricos y pobres, entre
poderosos y vulnerables, entre agresores y víctimas, entre los tecnológicamente adelantados y los
incultos, lo que nos hace pensar que la civilización contemporánea tiene aún mucho trabajo por hacer, a
pesar de que se lleven veinte años trabajando por sus derechos. Ahí está el escándalo de las disparidades
crecientes, y tantas otras incoherencias avivadas, generando tensión y un cúmulo de conflictos que nos
desborda, lo que ha de propiciarnos a que nos sumemos al apasionamiento por el ser humano libre de
ataduras. De lo contrario, de proseguir la cadena de abusos y la indiferencia nuestra, la civilización se
hunde.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
1 de diciembre de 2013.-