¿Interesarme por mi grado de santidad?
P. Fernando Pascual
16-11-2013
En el camino espiritual de un alma pueden surgir estas preguntas: ¿cuál es mi grado de santidad? ¿En
qué etapa de la vida del espíritu me encuentro? Antes de buscar una respuesta, podríamos detenernos
ante otra pregunta: ¿vale la pena hacerme este tipo de preguntas?
A lo largo de la historia del cristianismo se han elaborado diversas clasificaciones sobre las etapas de la
vida espiritual. Bastaría con recordar aquellas que dividen a unos como principiantes y a otros como
avanzados; o releer las “Moradas” de santa Teresa para empezar a preguntarnos en cuál de las siete
moradas nos encontramos.
Detrás de la pregunta por saber cuál sea mi grado de santidad puede haber un deseo legítimo de
entender mi situación para luego ponerme a trabajar, con plena confianza en la ayuda de Dios, en la
búsqueda de la perfección que me pide Cristo. “Si quieres ser perfecto...” ( Mt 19,21).
Pero también puede haber un poco de vanidad, una sutil soberbia espiritual con la que uno llega a
considerarse superior a los demás, distinto, separado, precisamente por tener un nivel de santidad
superior a otros. O esa misma soberbia puede llevar al desaliento al constatar lo poco que se ha logrado
tras años de trabajo, de lecturas, de confesiones, de misas, de oración...
Existe un medio sencillo para evitar algunos de esos peligros: ponerse simplemente en manos de Dios,
como un niño, y preguntarle: ¿qué tal me ves? ¿Te estoy dando lo que me pides? ¿Qué necesito
purificar en mi corazón? ¿Por qué caminos quieres conducirme?
En esa actitud uno deja de preguntarse si está en la primera, segunda o tercera etapa, si ha llegado a la
cuarta o a la quinta morada, si dejó la vía purgativa y está empezando la vía iluminativa. La pregunta es
mucho más sencilla y más profunda: ¿me dejo amar por Dios y empiezo a amarle a Él y a mis
hermanos?
Dios nos llama a la santidad, a todos, desde la gracia de Cristo. Un camino muy hermoso y simple para
ser santos consiste en acoger el amor, en renunciar a cualquier presunción, en humillarnos ante el
Señor (cf. Sant 4,10), en dejar de compararnos (cf. 2Co 10,12), en considerar a los demás como
superiores (cf. Flp 2,3). Viviremos así en la simplicidad y el abandono, en la confianza completa del
niño que se duerme en brazos de su madre (cf. Sal 131).