Renunciar a la idolatría para empezar a creer
P. Fernando Pascual
24-8-2013
Muchos no se dan cuenta: arrinconar la fe abre espacio a la idolatría, al culto a mil objetos o rostros
que encadena y que confunde. O, al revés: sólo es posible empezar a creer cuando renunciamos
firmemente a cualquier forma de idolatría.
Lo explica la encíclica “Lumen fidei” iniciada por Benedicto XVI y publicada por el Papa
Francisco en julio de 2013. ¿Cómo se oponen entre sí fe e idolatría?
En el n. 13, la encíclica muestra cómo la incredulidad de Israel desemboca en el culto a los ídolos y
conduce a la dispersión. ¿Qué ocurrió? Moisés va al monte, se encuentra con Dios, pero el pueblo
busca “seguridades” en ídolos falsos. “Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no
soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera”.
Recurrir a los ídolos, sin embargo, va contra la fe. La encíclica lo explica así:
“En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es
conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que haga
salir de las propias seguridades, porque los ídolos «tienen boca y no hablan» ( Sal 115,5)”.
De este modo, inicia un drama: quien ha sido creado para Dios termina por buscarse a sí mismo y se
disgrega. “Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la
realidad, adorando la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a
su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el
tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia”.
Desde esa situación, el paso a la creencia en muchos dioses y señores (politeísmo) es casi
automático. Seguimos leyendo el n. 13 de “Lumen fidei”:
“Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no
presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más
bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos
ídolos que le gritan: «Fíate de mí»“.
Para salir del laberinto, para dejar de estar sometidos a tantos señores que no ofrecen nada pero que
exigen mucho, hace falta un camino de conversión que está unida de modo íntimo a la fe. Volvamos
a nuestro texto:
“La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos
para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal. Creer significa confiarse a un amor
misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta
poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la
disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja:
en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la
dispersión a que le someten los ídolos”.
Cada existencia humana encuentra ante sí dos caminos: el de la confusión propia del laberinto de
los ídolos; o el del encuentro con un Dios que se hace peregrino y compañero, Hijo del Hombre y
Salvador del mundo. Cada uno es libre para escoger a quién seguir, pues no es posible servir al
mismo tiempo a dos señores (cf. Mt 6,24, donde el ídolo mencionado es el dinero).
Optar por Cristo, desde la fe, abre el horizonte del sentido pleno de la existencia, y ofrece paz,
felicidad, certeza, esperanza. Es entonces cuando podemos decir, como miembros de la Iglesia:
“Hemos creído en el amor” (cf. 1Jn 4,16).