A vueltas con las falacias
P. Fernando Pascual
20-7-2013
Las falacias incomodan y, en ocasiones, engañan. Lo sabían Platón y Aristóteles, que analizaron
ejemplos de cómo unas frases pueden tener apariencia de verdad y estar construidas sobre algo
falso. Lo saben tantos hombres y mujeres del pasado y del presente. Unos, porque usan falacias con
más o menos conciencia. Otros, porque las “reciben” con más o menos atención.
Por eso es importante estudiar las falacias: sus tipos, sus orígenes, sus aplicaciones. Pero quedarse
en un estudio teórico puede hacernos olvidar algunos problemas que están muy relacionados con las
falacias. Vamos a fijarnos en dos: en el modo en el que nacen, y en los resultados que producen.
Una falacia surge cuando una persona, con o sin malicia, con o sin conciencia de lo que está
haciendo, formula un argumento engañoso. Tal falacia puede proceder de otros: apareció en un
libro, fue repetida en un programa de radio o televisión, la defendió un profesor universitario
(también en la universidad hay falacias), la hizo suya un familiar o un amigo.
Notamos, así, que existen muchos caminos por los que una falacia llega a la propia vida. Como algo
natural y ordinario, pasa de la mente a los labios (o al teclado): quien acogió una falacia luego la
puede transmitir a otros.
Otras veces la falacia es el resultado de un razonamiento personal. De nuevo, esto puede ocurrir
simplemente por prisas o por falta de atención: pensé el argumento y lo formulé, sin darme cuenta
de que se trataba de una falacia. O puede ser el resultado de una actitud maliciosa: uno quiere
engañar, y elabora y ofrece un argumento engañoso con el deseo de vencer un debate, de enredar a
un amigo despistado, de conseguir ventajas en el trabajo, de librarse de una tarea molesta para que
recaiga en otros hombros.
El origen de las falacias, por lo tanto, es complejo y variado. Escuchar una argumentación engañosa
no permite tener muy claro lo que pueda haber en la mente y en el corazón de quien la ha
formulado.
Miremos ahora el efecto que producen las falacias. En algunos producen un engaño: la falacia
“funcionó”, una persona aceptó un razonamiento incorrecto. Tal vez con algún resultado
beneficioso: miles de personas no votaron por un mal político porque los “adversarios” usaron
falacias eficaces. Pero no por ello el método usado fue correcto: que una falacia resulte
“beneficiosa” no reduce uno de sus efectos más dañinos que consiste en herir la confianza que es
necesaria para entablar buenas relaciones humanas.
Encontramos aquí uno de los problemas más radicales de las falacias: a la larga, generan
desconfianza. Porque quien descubre que ha sido arrastrado por una falacia experimenta tristeza,
rabia, incluso deseos de venganza.
Pensemos, por ejemplo, en una mujer que inicia un embarazo. Le explican que las leyes permiten el
aborto y que por lo tanto esa “solución” debe ser algo bueno. El razonamiento es erróneo: no basta
con que algo esté permitido por la ley para que sea bueno, pues en el pasado, como en el presente,
hay leyes que permiten acciones claramente injustas.
Si la mujer queda aprisionada en la falacia, y aborta “porque es algo legal”, habrá cometido un acto
contra la vida de su hijo. Cuando abra los ojos del alma a este hecho en toda su verdad, sentirá una
pena profunda por haber sido engañada con una falacia que sirvió en parte para realizar ese acto que
luego lamentará con su corazón de madre herida.
No todas las falacias llevan a consecuencias tan dañinas, pero muchas generan desconfianza ante
los razonamientos. Entonces se corre el peligro, ya señalado por Platón, de quedar paralizados ante
una experiencia negativa.
En realidad, si uno tiene una mente abierta y una actitud serena, ante el descubrimiento de una
falacia (y hay tantas) podrá sentirse estimulado a la búsqueda, a la reflexión, a la prudencia.
Encontrarse con un argumento torcido recuerda lo que no debe hacerse, y proyecta hacia horizontes
de verdad y de justicia, hacia argumentos más precisos y mejor formulados.