Dios y los males de cada día
P. Fernando Pascual
20-7-2013
Dios es bueno y es omnipotente. Así lo enseñaron algunos filósofos. Así lo creemos los católicos. A
veces, sin embargo, surgen nubes en el horizonte. Incluso un pensador lanzó, hace ya muchos
siglos, sus dudas: ¿cómo puede ser Dios bueno y omnipotente si en el mundo encontramos tantos
males?
Si hubiera una respuesta fácil, las dudas desaparecerían. Pero el mal sigue allí, ante nosotros, y la
pregunta siembra inquietudes e incluso protestas en no pocos corazones.
Sentimos en lo más íntimo del alma que un Dios bueno y omnipotente podría evitar crímenes,
detener guerras, curar enfermedades, aliviar hambres endémicas, conducir los corazones hacia la
paz, la concordia, el gozo, la justicia.
Luego, vemos, tocamos o recibimos noticias de cientos de males. Un nuevo conflicto armado. Unas
inundaciones que provocan miles de víctimas. Un terremoto que destruye una ciudad. Un conflicto
entre esposos que ha destrozado sus vidas y las de sus hijos.
Dios, ¿dónde está? Es la pregunta que lanza el afligido de todos los tiempos, que suplica y pide
ayuda mientras espera una respuesta: “Yahveh, escucha mi oración, llegue hasta ti mi grito; no
ocultes lejos de mí tu rostro el día de mi angustia; tiende hacia mí tu oído, ¡el día en que te invoco,
presto, respóndeme!” ( Sal 102,2-3).
La respuesta del Dios bueno, aunque no siempre llegamos a reconocerla, ya fue formulada y está
presente en el mundo y la historia. La Encarnación del Hijo, su pasar haciendo el bien, sus milagros
y sus enseñanzas, encendieron un fuego en la tierra. El Reino de Dios, desde entonces, ya está
presente (cf. Mt 12,28).
Cuando las fuerzas del mal llevaron a Cristo a la muerte en el Calvario, la victoria del bien se hizo
visible en el gran día de la Pascua: la tumba no pudo contener a Cristo, porque el Amor es
omnipotente.
Esa es la gran respuesta de Dios ante los males de cada día. Desde la fe, que es luz para guiar
nuestros pasos (cf. la encíclica “Lumen fidei”), el creyente sabe que Dios está vivo, que acompaña a
quienes sufren, que perdona los pecados, y que abre horizontes de esperanza y paz para los
corazones.