La conversión sí, pero ¿ahora?
P. Fernando Pascual
22-6-2013
Más de una vez hemos sentido un deseo sincero de conversión. Tocamos la belleza del Amor de
Dios. Fuimos abrazados por su misericordia. Encontramos fuerzas para una confesión sincera.
Luego, la vida con sus prisas y sus presiones, nos hizo volver a lo cotidiano. La conversión parecía
sincera, pero no llegó a ser completa.
Sí, queremos convertirnos, pero ¿ahora? Una y otra vez una voz nos susurra, desde la fuerza de las
pasiones, que no seremos capaces de vivir sin las vanidades con las que nutrimos habitualmente
nuestras almas.
Nos pasa como a san Agustín. En las “Confesiones” explica cómo una voz interior que venía del
mal le hacía pensar que era imposible cambiar de vida.
“Reteníanme frivolísimas frivolidades y vanísimas vanidades, antiguas amigas mías, y me tiraban
de mi vestido de carne, y me decían por lo bajo: '¿Nos dejas? ¿Y desde este momento jamás
estaremos contigo? ¿Y desde este momento jamás te será lícito esto y aquello?' ¡Y qué cosas, Dios
mío, me sugerían en lo que llamo 'esto y aquello'! ¡Qué cosas me sugerían, Dios mío! ¡Apártelas
vuestra misericordia del alma de vuestro siervo! ¡Qué suciedades me sugerían! ¡Qué torpezas! Pero
ya las oía la menor parte de mí; y no se me ponían descaradamente delante para cerrarme el paso,
sino como musitando a la espalda, y como a hurtadillas pellizcándome al alejarme para que volviese
los ojos a mirarlas. Pero me retardaban, vacilante para arrancarme y sacudirme de ellas, y pasar de
un salto a donde me llamabais; en tanto que la costumbre violenta me decía: '¿Piensas tú que podrás
vivir sin estas cosas?'“ ( Confesiones 8,26).
La falsa prudencia nos sugiere que no nos precipitemos, que mejor mañana, que no vamos a ser
capaces. Así, un deseo de conversión queda apagado, marchito, incluso herido de muerte.
En cambio, si el amor es sincero, si nos acercamos a Dios con toda nuestra miseria y con humildad
de la buena, le diremos: Señor, no puedo dar el paso, me resulta casi imposible cambiar si Tú no me
ayudas. Pero sé que Tú lo puedes todo, incluso arrancar este corazón de piedra, herido por tantos
pecados y lleno de desconfianza, para darme un corazón de carne (cf. Ez 36,26).
Entonces el milagro será posible. Mi voluntad, frágil y herida, acogerá plenamente la acción
curativa de un Dios bueno. Entonces daré pasos concretos, decididos, firmes, para romper con todo
aquello que pueda llevarme al pecado y para empezar una vida maravillosa en Jesucristo, mi
Salvador y mi esperanza.