Por unos dólares más
Carlos Vargas Vidal
Paso a paso, se van haciendo el hombre y la mujer codiciosos. Especialmente
cuando el dinero se convierte en un fin, en vez de un medio. Y así, por ello, se va
incubando ese deseo patológico del querer más y más. Y se deja de vivir para lo
esencial. Luego, poco a poco, se va haciendo uno esclavo del dinero. Y, finalmente,
cuando ya hemos sucumbido a la codicia, a la avaricia, nada satisface, y todo
parece insuficiente.
Querer tener más, querer tener lo último, querer tener lo mejor, son deseos que
crecen en los corazones y que pueden convertirse en obsesiones dañinas y
destructoras. Son deseos desordenados. La avaricia, como la lujuria y la gula, es un
pecado de exceso y transgresión que representa la parte oscura de las pasiones del
ser humano. La pasión del avaro es poseer. Y mejor sería si pudiera no repartir o
compartir. Pero no en estos tiempos.
Ahora hay que obtener y dejar que otros obtengan. Siempre en menor escala y
siempre siendo injustos. Entre más los seamos con los demás, mayor es nuestro
pecado y mayor es nuestra lejanía de Dios. Lo es porque acumulamos lo que otro
necesita para vivir mejor. No es tanto que el pecado sea grave, sino que sea
peligroso. Por dos razones. Se hace incurable y deja a otros en la miseria. Peor
aún, si deja huérfanos en las calles. Y se vive engañado y apartado de la fe.
No basta decir “Viva el Papa”. Muchos también, con esa misma boca, han dado
vivas a dictadores, criminales y lavadores de dinero. Es frecuente que la avaricia
aparezca vinculada con otros pecados o delitos, como la traición, la estafa y el
soborno. El codicioso no conoce ningún límite legal o ético para cumplir con su
objetivo. Si es necesario perjudicar a otra persona o pasar por encima de la ley, él
está dispuesto a hacerlo. La codicia es idolatría del dinero. Bien dice Platón que “El
hombre que no pone límites a su codicia, siempre se le hará poco, aunque
se vea señor del mundo” .
Santa Catalina de Siena es elocuente al expresar cuánto sufre el pecador para
poder seguir pecando. Tiene que acallar su conciencia, amordazar su inteligencia,
negar lo que es evidente, presenciar cómo caen en pedazos cosas que en el fondo
ama, como la propia salud, los amigos e incluso al vida misma, que se va y no
vuelve. Pecar no es fácil: requiere perseverancia, esfuerzo y aguantar muchos
dolores. Pero el pecador sufre todo esto para obtener lo que le promete su ídolo, ya
se trate de la fama, el placer, el poder o el dinero. (Fray Nelson, OP).
¿Y qué es lo que nos pide la civilización cristiana? “Qué andemos de una manera
digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda
obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col 1; 10 NC). ¿Es eso
una utopía?