Fracasos
P. Fernando Pascual
1-6-2013
Nos asusta e inquieta esa palabra que asoma en ocasiones ante el horizonte de la propia vida o de la
vida de seres queridos: el fracaso. Por eso vale la pena reflexionar un momento sobre la misma.
Notamos que existen diversos tipos de fracasos. Fijemos nuestra atención en tres de ellos.
El primer tipo de fracasos consiste en no alcanzar algo que deseamos intensamente. Nos
proponemos una meta, empezamos a trabajar, dedicamos parte de nuestro tiempo y de nuestro
corazón para conseguirla. Un día constatamos que la meta vuela lejos: fracasamos.
Así, fracasa un chico que busca conquistar una chica, o viceversa. O una persona que pide ascenso
de sueldo y recibe una negativa. O un estudiante que se mata para aprobar y llega puntualmente un
nuevo suspenso. O un mecánico que tras horas de esfuerzo no consigue encontrar el fallo en el
motor del coche. O un adulto que se propone esta tarde no naufragar en Internet para atender a los
hijos y al final termina nuevamente encadenado a la pantalla de la computadora...
Este tipo de fracasos duele. Algunos de modo más intenso, otros con menor profundidad. ¿Por qué
duelen? Porque nos habíamos propuesto un objetivo, sencillo o ambicioso, y al final nos
encontramos con las manos vacías.
El segundo tipo de fracasos es menos visible y engaña a muchos. Es el fracaso que se logra cuando
uno consigue hacer “bien” lo que es “malo”, cuando logra la “victoria” que le permite alcanzar
deseos y proyectos bajos, mezquinos, pecaminosos.
Quien engaña al esposo o a la esposa sin ser descubierto, ¿no se siente “victorioso”? Quien comete
un “robo perfecto”, ¿no llena sus bolsillos de un dinero que satisface tantos deseos personales?
Intuimos fácilmente que una “victoria” conseguida desde el mal es, en el fondo, un profundo
fracaso. Porque el “triunfador” ha dañado su conciencia, ha destruido su integridad moral, ha
perjudicado a otros (cercanos o lejanos). Se ha alejado de Dios y ha encendido una vela al diablo.
Por desgracia, muchos de los que consiguen victorias en el mundo del pecado parecen satisfechos,
incluso presumen de sus fechorías. Sobre ellos la Biblia ofrece juicios muy severos, sea en algunos
salmos, sea en el Nuevo Testamento. Su situación, además, es sumamente grave, porque disfrutan
de sus logros hasta el punto de no reconocer el estado miserable en el que se encuentran.
Valen para esas personas aquellas terribles palabras del Apocalipsis: “Tú dices: «Soy rico; me he
enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión,
pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te
enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu
desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista” ( Ap 3,17-18).
El tercer tipo de fracasos es más sutil y problemático. Somos honestos. Conseguimos metas buenas.
La vida nos sonríe. Los problemas se resuelven. Sentimos una halagadora satisfacción ante tantas
conquistas y ante la belleza de una conducta justa.
Sin embargo... algo dentro nos dice que nuestra vida, tan llena de victorias y de satisfacciones, tal
vez es un fracaso.
¿Cómo ocurre eso? Es cierto que alcanzar un objetivo bueno nos llena de alegría. Pero no todos los
objetivos corresponden a los anhelos más profundos del corazón, ni nos abren a exigencias más
íntimas de la vida cristiana.
Un joven que desea aprobar exámenes y lo consigue ha conquistado, ciertamente, una meta muy
gratificante. Pero su vida no está hecha para aprobar exámenes. Unos esposos que llevan una vida
matrimonial satisfactoria y serena gozan de un don que muchos envidian y que a ellos les produce
una alegría maravillosa. Pero tampoco esa vida casi de fábula es lo único a lo que aspiramos los
seres humanos.
Causa sorpresa pensar que pueda ser un fracaso la vida de quien salta de gozo ante victorias limpias,
buenas, sanas. No es fracaso, hay que aclararlo, porque se están logrando objetivos buenos. Pero sí
lo es cuando esa persona olvida la meta definitiva y el único amor al cual está llamado: Dios.
Porque una hermosa convivencia familiar, un trabajo exitoso y lleno de conquistas, un dinero
ganado honestamente, unas vacaciones en un lugar sereno y reconfortante, no son el puerto último
para la existencia humana, ni pueden ahogar otras dimensiones de la vida.
Sólo cuando abramos los ojos de la mente y del corazón a la meta definitiva. Sólo cuando
comprendamos que todo puede servir para el bien si uno ama a Dios (cf. Rm 8,28). Sólo cuando los
bienes materiales y la salud sean “invertidos” en la ayuda al pobre, al enfermo, al abandonado, al
triste, al anciano. Sólo cuando seamos capaces de ver que muchos fracasos no son más que puertas
que se cierran para que se abran horizontes de humildad y de acogida. Sólo cuando seamos capaces
de ofrecer el dolor propio unido a la oración de Cristo en la Cruz por todos los hombres...
Sólo entonces nuestra vida brillará desde una luz que viene de lo alto y que permite participar en la
única victoria que da sentido a la aventura humana: la del Cordero entregado por Amor al Padre y a
los hermanos.