¿Tiene que cambiar la Iglesia para durar más tiempo?
P. Fernando Pascual
25-5-2013
Algunos piensan y repiten una y otra vez esta idea: si la Iglesia católica no cambia, quedará
desfasada y sucumbirá ante el avance de la historia.
Supongamos que esas personas tienen el deseo de que la Iglesia continúe en el tiempo. ¿Por qué
motivo? En otras palabras, ¿de dónde surge el interés para que la Iglesia se actualice y sobreviva
durante las próximas décadas?
Ese interés puede tener muchos motivos y varían de persona a persona. Unos piden cambios porque
piensan que la Iglesia es una institución que ofrece a los seres humanos propuestas importantes y
útiles. Otros, simplemente por una especie de gusto estético: muchos pueblos se han acostumbrado
a convivir con una Iglesia durante siglos y se produciría un extraño vacío en la sociedad sin
templos, misas y sacerdotes. Otros piensan que realmente la Iglesia católica fue fundada por Cristo
y por eso tiene que seguir adelante en el tiempo, con las adaptaciones necesarias.
El primer motivo, sin embargo, es sumamente débil. Porque algunos de los valores que ofrecen la
Iglesia pueden ser llevados adelante por no creyentes o por personas de otras religiones. El segundo
motivo es todavía más frágil: que algo parezca bonito no es suficiente para mantenerlo en pie.
Además, antes de Cristo la humanidad construía basílicas o templos paganos, y lo podrá seguir
haciendo si la Iglesia, hipotéticamente, desapareciera.
El tercer motivo parece más consistente, pero encierra una contradicción de fondo. Reconoce,
ciertamente, que la Iglesia viene de Cristo. Además, considera como positivo que la Iglesia continúe
su presencia a lo largo del tiempo. Pero, extrañamente, supone que para permanecer en la historia la
Iglesia estaría llamada a realizar cambios profundos.
Sin embargo, la historia de la Iglesia muestra precisamente que no surge ni sobrevive por “adaptarse
a los tiempos”. Los católicos de ayer y los de hoy tienen la certeza íntima de que sus creencias más
profundas no son suyas, sino que vienen de Dios. Por lo mismo, no las pueden cambiar ni para
adaptarse a un tiempo o un lugar determinado, ni para garantizar una supervivencia tranquila entre
las ideas dominantes de cada época.
Por lo mismo, los verdaderos católicos del pasado no adoraron al emperador durante el Imperio
romano, ni se sometieron a los discípulos de Lutero durante la Reforma protestante, ni aceptaron las
imposiciones de la Revolución francesa, ni modificaron su fe ante dictaduras despiadadas como la
marxista o la nacionalsocialista.
Por eso también hoy los auténticos católicos no renunciarán a su fe en la Eucaristía (por muy
extraña que a algunos parezca), ni a su defensa de la vida de los hijos antes y después de su
nacimiento, ni a su convicción de que la tecnología no es la última palabra, ni a su condena de la
usura. Por eso hoy y mañana los católicos hablarán del pecado (una idea para muchos “primitiva” y
“superada”), y de la misericordia, y del sacramento de la confesión, y del demonio, y del infierno, y
del juicio final para quienes no vivieron la caridad. Por eso cerrarán las puertas ante teorías o
propuestas que diluyan el Evangelio y que olviden la cruz de Cristo.
Si de verdad alguien cree que Cristo fundó a la Iglesia, no propondrá luego ideas extravagantes de
“adaptación” a los tiempos en contra de la fe católica. Al contrario, si vive según lo que dice creer,
acogerá con alegría y convicción toda la Revelación (Escritura y Tradición), según es explicada por
el Papa y por los obispos que viven unidos entre sí y con el Papa.
A quienes, una y otra vez, piden a la Iglesia que cambie para no quedarse sola, la única respuesta de
un auténtico creyente es sencilla y llena de humildad: no puedo cambiar lo que no es creación
humana, porque como bautizado acojo plenamente la doctrina de Cristo tal y como me la presenta
la Iglesia, que es “columna y fundamento de la verdad” (cf. 1Tm 3,15).
Sólo así la Iglesia será lo que es: una realidad presente en el mundo desde el milagro maravilloso de
la Encarnación, Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo, Hijo del Padre e Hijo de María.