29. EL SIERVO PRUDENTE QUE HACE LO MANDADO
Los apóstoles le dijeron: Señor, aumenta nuestra fe. Y les contestó: Si
tuvierais una fe tan grande como un grano de mostaza, diríais a esa
morera: "Arráncate y trasplántate en el mar" y os obedecería.
¿Quién de vosotros, que tenga un criado en el laboreo o en el pastoreo,
le dice, cuando vuelve del campo: "En seguida, ven y siéntate a la mesa",
sino más bien: Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y
bebo, y después comerás y beberás tú? ¿Debería, acaso, estar agradecido
al criado, porque hizo lo que se le había mandado?
Así, pues, vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os haya
ordenado, decid: Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que
teníamos que hacer ( Lc 17,5-10 ).
El santo evangelio, según San Lucas, cuenta la parábola del siervo que
trabaja, cumple y hace lo mandado.
Cuando los Apóstoles le piden al Maestro: "Aumenta nuestra fe", Jesucristo,
como es habitual, no responde directamente, les propone la pequeña parábola del
"siervo, un tanto extraña que muestra un patrón prepotente, lleno de indiferencia y
cinismo hacia sus siervos (cf. Lc 12,37). Pero, el interés de la parábola no está en
el comportamiento del amo, sino en la actitud del siervo. Somete a su reflexión la
postura del criado que recibe el encargo del dueño de la hacienda. Si obra bien y no
por la recompensa, cumple simplemente su deber. De este modo, el auténtico
discípulo de Cristo descubre que Dios es el Señor y que es bueno y necesario
cumplir sus mandatos. Por lo que, al final de la tarea encomendada, comprende
que no puede exigirle al dueño nada. El criado que hace su trabajo, no es más que
un pobre siervo; realiza sólo aquello que debía. Jesús pone su enseñanza en la
conducta del verdadero creyente, del verdadero hombre de fe, que vive en total
entrega a Dios, sin cálculos ni pretensiones.
La parábola establece la auténtica relación que une al hombre con Dios por
la fe, que no es la de un patrón y un asalariado. El hombre debe donarse a Dios con
amor, de modo gratuito, libre y generoso. La labor del siervo se indica con el verbo
griego diakoneō, servir, que en el Nuevo Testamento se aplica al servicio ministerial
ofrecido a Dios y a la parroquia. La parábola enseña, que quien sirve en la
comunidad cristiana no debe buscar ni exigir prestigio, dignidad o jerarquía, por
hacer su función. El cumplimiento de la voluntad de Dios no es un pretexto, para
reclamarle derechos ni méritos; sólo, hay que actuar y ser discípulos.
Con esta actitud de que habla el Evangelio, desaparece para siempre la
concepción utilitarista de la religión. El creyente verdadero no lleva un libro con el
“debe” y el “haber” en relación con Dios, sino que celebra el gozo de la salvación,
que Dios quiere dar por su tarea y predicación. Son muchos, y hoy, en este
ambiente relativista que nos envuelve, más aún, los que se acercan a Dios
reclamando "justicia conmutativa". Piensan en un intercambio comercial. Dios tiene
sus derechos sobre el hombre, por lo que puede imponer obligaciones y mandatos;
si los cumplimos, debemos recibir la recompensa. Conciben la ley como imposición;
suponen que el premio corresponde a las acciones realizadas y, por eso, se sienten
dispuestos a exigirle a Dios la "paga". Con la postura del siervo, Jesús les expone
que, en el trasfondo, hay una auténtica amistad, una confianza real y verdadera.
Amigo es el que ayuda al otro, sin mediar premio o recompensa alguna; la amistad
no necesita leyes o mandatos; sabe lo que agrada al amigo y lo realiza, porque
sabe que merece la pena y es su deber. Así, ha de ser nuestra actuación con el
Señor. Atentos, descubrimos su voluntad y la cumplimos, no estamos pendientes
de premio o castigo; seguros de que Dios no llega a ser nunca nuestro deudor, por
más que tratemos de cumplir hasta el final sus mandatos.
Por otra parte, Dios, y esto es de gran importancia, no está obligado a
darnos ningún premio, ni ha de agradecer al hombre ningún servicio. Ahora bien,
en cuanto que es amigo nuestro enciende la confianza; entendemos su providencia
por nosotros, vemos que se preocupa y nos cuida y confiamos en su voluntad y
ayuda. Hecho nuestro trabajo, reconocemos que "somos unos pobres
siervos"(griego: douloi ajreioi), y, sin embargo, Dios se hace nuestro amigo, nos
ama mucho más de lo que nosotros imaginamos, es Padre Nuestro. La utilización
del adjetivo ajreioi, “inútil”, no viene a definir la relación del creyente con Dios,
como la de un patrón y su esclavo, sino a asegurar que el siervo, precisamente,
porque se considera “inútil”, sabe que sus obras han de rechazar toda jactancia y
moverse por amor a Dios. El cristiano de verdad es un sirviente que, por
considerarse “inútil”, no se cree con derecho ni exige una especial gratificación o
beneficio alguno de parte de Dios y de los hambres, sino que vive y sirve sereno,
feliz de poderse entregar, amar y sacrificarse por Dios y el prójimo, más allá de la
formulación “capitalista” del “dar para que me den”.
Los Apóstoles comprenden que la exigencia y el compromiso que impone el
seguimiento de Jesús, precisan el andar llenos de fe. Sin embargo, Jesús no
responde dándoles en ese momento una fe extraordinaria; más bien les inculca la
energía infinita de la fe, que une al hombre con Dios y lo hace partícipe de su poder
creador y salvador. La imagen del árbol, que se traslada al mar, enraizado con
resistencia, que ni una tempestad lo podría arrancar, indica que la fe, aún cuando
es pequeña, tiene una fuerza dinámica que logra cambiar el corazón y las
relaciones humanas de acuerdo con los designios de Dios, así como trasmite el
poder de arrancar y mover un árbol o trasladar montañas.
La parábola está dirigida en particular a los apóstoles, a los que tienen algún
cargo de responsabilidad en la Iglesia. Ellos, los primeros, han de practicar y saber
que la verdadera “gratificación” por sus servicios es precisamente su vocación, la
llamada a dedicarse a servir al Señor y a los hermanos con gozo y generosidad. La
evangelización no se debe transformar nunca en rutina y en deber, sino en la
principal fuente de entrega y alegría para el apóstol. La satisfacción y plenitud
interior de colaborar en el anuncio del Reino es el verdadero “premio” de quienes se
reconocen y viven como “siervos inútiles” que simplemente “hacen lo que deben
hacer”.
Esta humildad vivida expresa que nuestra práctica religiosa supera el límite
de la ley y del derecho, del mérito y del premio y se interesa y entra sólo en un
contexto de amor y de confianza. Por amor, hacemos lo que es bueno.
Confiadamente nos ponemos al final del esfuerzo, en las manos del misterio divino,
que, para nosotros, tiene los rasgos de un amigo y padre (Dios). No sabemos lo
que el amigo vendrá a darnos; pero tenemos una inmensa confianza; de manera
que, cuando hicimos lo que estaba encomendado, nos sentimos de verdad
contentos en su compañía. Ante un amigo que nos quiere, no exigimos, no
merecemos nada, pero confiamos en su amor y estamos seguros de que nos
concederá mucho más de lo que creíamos; siempre el ciento por uno, siempre en
derroche, en superabundancia.
Señor, danos fe, esperanza y caridad, firmes y constantes, es nuestra
oración. “Pedid y recibiréis”; lo que pidáis al Padre, en mi nombre se os concederá”.
Dame, Señor, la humildad para saber servir sin ínfulas, con sencillez. Que crea que
todo viene de tu amor gratuito, pues, soy siervo inútil; he hecho lo que tenía que
hacer.
Camilo Valverde Mudarra