Tres Avemarías de la pureza y uso del Agua bendita
Rebeca Reynaud
Es bueno rezar por la noche tres Avemarías a la Virgen, pidiendo la pureza propia y
ajena. Y luego, podemos ponernos agua bendita, que es un sacramental que borra
los pecados veniales y ahuyenta al demonio.
La Sagrada Escritura cuenta la historia del rey David, quien ve a la mujer de Urías,
se prenda de ella y la manda llamar. La embaraza. Manda llamar a Urías, lo invita a
cenar y luego le dice que vaya a descansar a su casa. Urías no va y le da sus
razones: Muchos están en la batalla, durmiendo en el suelo y él no se puede dar el
lujo del placer. David da la orden de que lo maten en campo de batalla; el profeta
Natán le hace ver a David su pecado y, finalmente, David se arrepiente. Todo
comenzó por una mirada. La mirada de David fue lujuriosa.
Dicen que Jerusalén es la tierra del sí, porque desde el sí dado por la fe en la
Anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la Cruz, la maternidad de María se
extiende desde entonces a los hermanos y hermanas de su hijo que “están ante
peligros y miserias” (cfr. CEC, n. 2674).
En la oración de Avemaría, la Virgen recibe dos miradas la de Dios y la de Santa
Isabel. La salutación del ángel Gabriel abre. Es Dios mismo quien por la mediación
de su ángel saluda a María. María es la llena de gracia porque el Señor está con
ella. Marías, en quien va a habitar el Señor, es el Arca de la Alianza, el lugar donde
reside la Gloria del Señor (cfr. CEC, n. 2676). Después del saludo del ángel
hacemos nuestro el saludo de Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el
fruto de tu vientre, Jesús”.
Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra”
(Gén. 12,3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual
todas las naciones de la tierra reciben a Aquel que es la bendición misma: Jesús.
Juan Pablo II compara dos pasajes bíblicos: la escena del profeta Elías en la que,
para probar que Yahvé es el Dios verdadero ante 450 sacerdotes de Baal, pone leña
y a un toro descuartizado y pide fuego del cielo, y se le concede: el fuego viene a
consumir la ofrenda. Juan Pablo II dice que es una imagen de lo que ocurrió en el
calvario. La Cruz es el acto de amor más grande; Cristo ama con fuerza divina a
Dios Padre y a los seres humanos. Cristo muere encendido de amor por el Espíritu
Santo; el Espíritu Santo es fruto de la Cruz, Cristo nos consiguió este don.
La virtud que más brilla en el paraíso es la pureza, dice San Juan Bosco.
En cierta ocasión, impartí una conferencia a 120 adolescentes de Atlacomulco sobre
la virtud de la castidad. Entendieron todo excepto “la guarda de la vista”: Quien
guarda la vista, guarda el corazón. Educar la mirada es una lucha importante, que
influye en la calidad de nuestro mundo interior. Se trata de descubrir a Dios en
todo, y de huir de lo que pueda apartar de Él. La mirada limpia y pura afirma el
valor de cada ser humano.
El corazón no fue hecho para amoríos, sino para amores fuertes. Necesitamos
educar nuestro corazón para la fidelidad. Amores fuertes son siempre amores fieles.
Es tal vez en la acción motora –en los brazos- donde parece más importante
conseguir el hábito de la fortaleza. Las contrariedades crecen y es necesario que
potenciemos nuestra capacidad de lucha para superarlas. Por eso importa mucho
negar a la sensualidad ya la flojera lo que nos piden continuamente: vida holgada
exenta de sacrificios, comodidades, diversiones... todo esto nos debilita moral y
físicamente.
El Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 2345 dice: “El Espíritu Santo concede, al
que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf 1 Jn
3,3)”. Y agrega: “Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de
la fe” (CEC 2518).
El Cardenal Ratzinger, tratando el tema de la castidad, escribe: “Cuanta menos fe
haya más caídas habrá”.
Cuando Bernardo de Claraval era muy joven, en cierta ocasión, cabalgando lejos de
su casa con varios amigos, les sorprendió la noche, de forma que tuvieron que
buscar hospitalidad en una casa desconocida. La dueña les recibió bien, e insistió
que Bernardo, como jefe del grupo, ocupase una habitación separada. Durante la
noche la mujer se presentó en la habitación con intenciones de persuadirlo
suavemente al mal. Bernardo, en cuanto se dio cuenta, fingió que se trataba de un
intento de robo y empezó a gritar: “¡Ladrones, ladrones!”. La intrusa se alejó
rápidamente.
Al día siguiente, cuando el grupo se marchaba cabalgando, sus amigos empezaron
a bromear acerca del imaginario ladrón; pero bernardo contestó: “No fue ningún
sueño; el ladrón entró, pero no para robarme el oro y la plata, sino algo de mucho
más valor”.
Tomás Melendo dice que facilitamos el amor cuando somos apacibles, cuando no
resultamos hoscos, lejanos, por estar tan atentos a nuestro propio bienestar. Al no
permitir que esa persona nos ame, impedimos que crezca como persona. Amar es
desear que esa persona se desarrolle, sea mejor y alcance la plenitud a la que está
llamada. Amar es aplaudir a Dios, es decirle: “Con ésta sí que te has lucido”. Si una
mujer se convierte en esposa, continúa Tomás Melendo, lleva consigo al Esposo
porque es una mujer vinculada. Él ha entrado a formar parte de su ser. Cuando
trabaja, lo hace en presencia de su esposo. Se trabaja por amor, por lo tanto no
hay disyuntivas, no hay oposición entre casa y trabajo. Si se trabaja por amor, se
atiende a la familia.
La comprobación gozosa de esto se advierte en el enamoramiento. Cuando se ama
todo el universo resplandece , vemos una belleza que antes era desconocida: todo
se transfigura. La gente suele decir que el amor es ciego. Lo ciego no es el amor
sino el odio.
Juan Pablo II decía: La pureza no es sólo abstenerse de la impureza, o sea, la
templanza, sino que al mismo tiempo abre también un camino a un descubrimiento
cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo. ( Enchiridion F, IV, p. 3082).
A la Iglesia se le reprocha que provoca graves problemas porque no permite la
anticoncepción artificial. “Esto es un completo disparate, dijo el entonces Cardenal
Joseph Ratzinger. La miseria se produce por la quiebra de la moral... Reducir la voz
de la Iglesia a la prohibición de anticonceptivos es un desorden grave basado en
una visión del mundo completamente trastornada (...). La Iglesia predica sobre
todo la santidad y la fidelidad en el matrimonio. Y cuando su voz es escuchada, los
hijos disponen de un espacio vital en el que pueden aprender el amor y la renuncia,
la disciplina de la vida recta en medio de cualquier pobreza. Cuando la familia
funciona como ámbito de fidelidad, existe también la paciencia y respeto mutuos
que constituyen el requisito previo para el uso eficaz de la planificación familiar
natural. La miseria no procede de las familias grandes, sino de la procreación
irresponsable y desordenada de hijos que no conocen a sus padres, y que por su
condición de niños de la calle, se ven obligados a sufrir la auténtica miseria de un
mundo espiritualmente destruido”. ( Dios y el mundo, p. 406).
Y continúa: “No generan miseria aquellos que educan a las personas para la
fidelidad y el amor, para el respeto a la vida y la renuncia, sino los que nos
disuaden de la moral y enjuician de manera mecánica a la persona: el preservativo
(condón) parece más eficaz que la moral, pero creer posible sustituir la dignidad
moral de la persona por condones para asegurar la libertad, supone envilecer de
raíz a los seres humanos, provocando justo lo que se pretende impedir: una
sociedad egoísta en la que todo el mundo puede desfogarse sin asumir
responsabilidad alguna. La miseria procede de la desmoralización de la sociedad, no
de su moralización, y la propaganda del preservativo es parte esencial de esa
desmoralización, la expresión de una orientación que desprecia a la persona y no
cree capaz de nada bueno al ser humano” (ibid. 407).
Un profesor fue a visitar París, un fin de semana, acompañado por dos alumnos.
Vieron a una prostituta parada en una esquina. Vieron que su profesor se dirigió
hacia ella y le preguntó:
—¿Cuánto cobra?
—Cincuenta dólares.
—No, es demasiado poco.
—¡Ah!, sí, para los americanos son150 dólares.
—Es aún muy poco.
—¡Ah, claro!, la tarifa de fin de semana es de 500 dólares.
—Incluso eso es demasiado barato.
Para entonces la mujer ya estaba algo irritada.
—Entonces, ¿Cuánto valgo para usted?
—Señora, nunca podré pagar lo que vale usted, pero déjeme hablarle de alguien
que ya lo ha hecho.
Y le explicó aquello de: “Fuisteis comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios
en vuestro cuerpo (1 Cor 6,20). El cuerpo no es para la fornicación, sino para el
Señor (1 Cor. 6,13). ¿No sabeis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (1
Cor 6,15)”.