28. DEL RICO EPULÓN
Y dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que anda en
banquetes y lujos cada día y un mendigo llamado Lázaro estaba a su
puerta, cubierto de llagas y hambriento, quería saciarse de lo que caía de
la mesa del rico; y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de
Abraham. Murió también el rico y lo enterraron… "Hijo, tú ya recibiste lo
tuyo en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo,
mientras que tú padeces… "Tienen a Moisés y a los profetas; que los
escuchen "» ( Lc 16,19-31).
San Lucas , insistiendo en la visión evangélica de la riqueza, afirma,
mediante la parábola del rico Epulón , que las riquezas obstruyen la libertad del
hombre, para amar al prójimo y entrar en el Reino de Dios. Pone en consideración
el sentido último de la vida, en referencia al gran requisito del cuido y atención a
los pobres, el problema del justo reparto de los bienes de la tierra.
Según el concepto popular de ultratumba, el hombre va al Sheol o Hades,
llamado infierno por la práctica litúrgica. Es una región con varios compartimentos,
los moradores se pueden ver, pero no pueden pasar de uno a otro. Los ángeles son
los encargados de conducir a cada uno a un lugar oscuro de tormentos atroces,
entre los que sobresale el fuego; o bien, al paraíso, lleno de luz y con abundancia
de ríos, morada de los justos. El "Seno de Abraham" significa tener un puesto de
honor con Abraham en el gran banquete paradisíaco. Son visiones figurativas de
una realidad ultraterrena que escapa a la experiencia humana y en estrecha
dependencia, con la conducta del hombre en esta vida.
La parábola no viene a describir la vida después de la muerte; no es una
promesa a los pobres de una felicidad posterior en recompensa de su pobreza ni
una invitación a la resignación del pobre. Subraya la caída y condena del rico. Es la
confirmación grave de la perícopa del pasado domingo Lc 16, 9-13, de que el dinero
enajena al hombre; rompe toda relación con Dios por el uso y abuso egoísta de la
riqueza. Lázaro no es prototipo del mendigo recompensado, sino un hombre que
padece y sufre, al que el rico no ayuda ni atiende. Jesucristo no indica una moral
ajena a la ley y a los profetas (cf. Am 2,6-7; 4,1-5; 6,4-7; Is 58,7; Ex 22,25; Dt
24,10-13). Jesús, censurado por su actitud frente al dinero, muestra, a los fariseos
que creían compatibles a Dios y el dinero, que no han entendido la ley ni los
profetas.
El rico está dentro y muy cómodo; Lázaro está fuera, desamparado y
necesitado. Uno se define sentado en “la mesa”, símbolo de la comodidad y de la
saciedad; el otro “echado junto a la puerta” (en griego, pylôn, que indica el
vestíbulo o portal), símbolo de la separación y del abandono. Ninguno de los dos
personajes ha sido presentado desde el punto de vista ético. No se tacha al rico de
inmoral, ni al pobre de creyente. Por tanto, se infiere que el rico termina en el
infierno únicamente por su vida de lujos entre sus riquezas, indiferente a la
indigencia que tiene a su puerta sin ocuparse de ella. No se condena por la riqueza
en sí misma, sino por el comportamiento; lo pierde el modo egoísta de utilizarla.
Entre ambos, no existe ningún contacto en la parábola. Los dos hombres tan
antitéticos, sólo tienen en común, su destino “post mortem”, también muy distinto,
sólo, por un instante paralelo. Es el resultado del juicio. No somos los dueños de la
historia, Dios tiene la última palabra. El juicio es la fidelidad de Dios a sí mismo,
esta es la conexión entre el texto de Amós y el de Lucas. Ponerse al servicio del
dinero, conlleva a quedarse solo consigo mismo al morir, sin el dinero y, en la
penosa tristeza de la lejanía de Dios, mientras que Lázaro sufriente, humillado y
despreciado aquí, encuentra consuelo en el seno de Abraham. El evangelio, hoy,
ratifica que la historia no termina con el tiempo presente; la justicia de Dios se
realiza en nuestras obras. Es Dios el que nos juzga a todos.
El rico llama “padre” a Abraham”, lo que indica, que era un creyente del
pueblo de Israel, y ser miembro del pueblo elegido no es razón suficiente, para
alcanzar la salvación. En la conversación con Abraham, habla de “Lázaro”, por su
nombre, lo cual señala que lo conocía muy bien, cuando yacía llagado y
hambriento. La respuesta es tajante. Tuvo su oportunidad en la tierra; ahora, en
cambio, es absolutamente imposible. La parábola enseña, que la generosidad y la
solidaridad con los desechados de la tierra es en el hoy cotidiano del día presente.
Es el momento de forjar y preparar el futuro de salvación.
El Epulón dice que tiene “cinco hermanos”, cinco ricos más, y, claro, nunca
trató a Lázaro como “hermano”. Su riqueza lo obnubiló, no comprendió que todos
los hombres, todos los pobres lázaros, eran sus hermanos. Su tragedia reside en
que creyó que podía llamar padre a Abraham, sin tratar como hermano al pobre
que tenía en el tranco de su casa. Abraham con toda contundencia dice: “Tienen a
Moisés y a los profetas, que los escuchen”. En efecto, San Lucas, expresa que el
cristiano ha de vivir pendiente de la palabra bíblica, que invita a la justicia con los
pobres y denuncia la perversidad de los ricos que explotan a los más débiles (Cf. Ex
22,25-26; Dt 24,17-22; Is 58,7). La escucha y, por tanto, la obediencia a “Moisés y
los profetas”, se halla en el ámbito teológico de Lucas, según el cual Jesús es el
cumplimiento del Antiguo Testamento, sintetizado en la experiencia mosaica y el
movimiento profético. El Señor Resucitado en el camino de Emaús, explica su
destino de pasión, muerte y resurrección a los discípulos, a partir de Moisés y los
profetas (Lc 24,27.44). No hay, pues, contraposición entre el A.T. y la revelación
bíblica de Jesús, el Crucificado Resucitado, sino una relación de cumplimiento. La
Escritura que manifiesta la voluntad de Dios, invita a un serio compromiso de vida
en favor de los pobres. No es necesario, que Lázaro regrese. “Si no oyen a Moisés y
los profetas, tampoco harán caso, aunque un muerto resucite”.
Evitar el infierno requiere el cambio del modo de vivir, comprometerse y
entregarse a las urgencias del más necesitado. La salvación o condena, paraíso o
infierno, no dependen del estado social, están supeditadas al uso de los bienes, a
ponerlos a disposición del prójimo, a compartir, ayudar y dar a los otros. Es atender
las manifestaciones extraordinarias de Dios que nos desvelan su voluntad; escuchar
y meditar con humildad la poderosa voz de la Escritura, que insta a abrir el
corazón; a creer en un Dios Justo que no olvida el clamor y el sufrimiento del
pobre; a seguir a Jesús, junto a los desheredados; abrir el corazón y activar las
manos ante la flagrante desigualdad. Y amar, amar a Dios y a los demás, siempre,
aquí, en el presente. Amar con largueza, “en esto reconocerán que sois mis
discípulos”.
Camilo Valverde Mudarra