CARISMA, VOCACIÓN Y ESTADO II
Padre Pedrojosé Ynaraja
Acababa mi anterior escrito poniendo la palabra clásica: continuará. El lector
evidentemente pensaría que ya tenia redactada su prolongación. Sinceramente, no.
Tampoco es del todo falso. Me detengo en algunos conceptos que mencioné.
Parto de la base de que un individuo tiene una profesión, que le permite atender a
las más elementales necesidades de su vida, alimentación, domicilio, trasporte.
Esta labor no le ocupa las 24 horas. Aquí se sitúan las aficiones, que no deben
confundirse con los entretenimientos. Entretenerse, como comer o dormir, es
necesario para conservar el equilibrio mental. Uno puede mirar el paisaje mientras
viaja en tren, ver por TV el partido de un deporte que le complace o completar un
puzle. Relaja su mente. La afición es algo escogido, que le proporciona cierta
felicidad y le abre a nuevos conocimientos y relaciones. Citaba el clásico ejemplo
del coleccionismo, que no es acaparar, sino que supone ordenar, aprender,
comunicarse con otros. Las aficiones humanizan, los entretenimientos, como
máximo, aplacan situaciones de estrés. Si yo sacerdote, supiera y progresara en
conocimientos teológicos, perfeccionara, de acuerdo con las normas, las rúbricas
litúrgicas, cumpliera con mis obligaciones ministeriales y rezara, nadie podría
quejarse, pero difícilmente dialogaría, simpatizaría, con otras personas, o tendría
amigos. Hay que reconocer también sinceramente, que muchos se limitan a
entretenerse y, lamentablemente, se apasionan por lo que es pura distracción. Los
animales guardan, saborean y hasta acompañan, pero no esperemos nada más de
ellos. En ciertos momentos de crisis, nos preguntamos el porqué de no sentirnos
felices. Un primer análisis, muy elemental ciertamente, pero necesario, es
examinarse de si uno mismo tiene o carece de aficiones.
Cambio de tercio y recurro a situaciones pasadas. Fue en 1959. En aquellos
tiempos no era común las reuniones cristianas de chicos y chicas. En este caso, se
daba la simpática circunstancia de que en aquel conjunto, un clan de scouts, ellos,
y de guías, ellas, los responsables de cada uno, eran marido y esposa. Estábamos
en un jardín familiar y discutíamos un cuestionario. Llegó una pregunta clave: ¿es
necesario tener vocación para casarse?. No había manera de ponernos de acuerdo.
Todos convenían en que para ser sacerdote, fraile o monja, sí, pero las divergencias
estaban en la situación matrimonial. Resolvimos el conflicto, de momento,
decidiendo que había llegado la hora de merendar. Estuvieron de acuerdo. Los
responsables, matrimonio y consiliarios, nos retiramos a estudiar el tema. Se
consultó la Biblia y a acreditados teólogos. La conclusión, resumo mucho, fue: el
matrimonio es un estado al que se puede llegar por diferentes motivos, legítimos,
instintivos, puro egoísmo o atolondramiento. Si obedece a una vocación, es decir a
lo que se cree es indicación de Dios, se obtendrá una mayor felicidad y la esperanza
de que este júbilo se prolongará en la eternidad.