Ante una enfermedad inesperada
P. Fernando Pascual
26-1-2013
La salud es un don precioso. Nos permite realizar un sinfín de actividades. Nos abre a horizontes de
relaciones significativas. Nos proporciona un estado de ánimo adecuado para ver el mundo y la vida
con un corazón más sereno.
Pero la salud es sumamente frágil. Basta un accidente, o un cambio brusco en el clima, o un
contagio fácil en el cine, o un descuido en los alimentos, o un esfuerzo demasiado intenso en el
trabajo, para que aparezca una enfermedad inesperada.
Quien está habituado a una vida sana y realiza año tras año las mismas actividades, puede sentirse
sumamente frustrado ante una enfermedad de cierta envergadura que ha llegado por sorpresa. No
está acostumbrado a detener sus actividades continuadas, ni a visitar médicos, ni a hacerse análisis y
más análisis.
Desde luego, esforzarse por recuperar la propia salud tiene su sentido. Por eso buscamos
conservarla y, si la hemos perdido, hacemos lo posible por sanar rápidamente. Pero en ocasiones,
una enfermedad inesperada dirige el corazón del “neo-enfermo” a un territorio de esperas y de
miedos, sobre todo cuando la curación no parece fácil ni inmediata.
Entonces llega la hora de descubrir el sentido de la nueva situación. No todo termina con una
enfermedad, aunque a veces habrá que realizar cambios decisivos en el estilo de vida llevado
adelante hasta ese momento. Ni todo está perdido si pasan semanas o meses sin una curación
satisfactoria: el tiempo de la enfermedad tiene su significado y puede abrirnos a horizontes
desconocidos en la experiencia humana.
De modo especial, una situación así nos permite recordar que estamos siempre en las manos de
Dios, de quien depende la salud y la enfermedad, a quien siempre podemos acudir para recibir
fuerzas y para mantener el corazón abierto a la esperanza.
Ha iniciado una enfermedad inesperada. Cambia el modo de ver la vida y cambian las relaciones
con quienes viven a nuestro lado. Comienza una nueva etapa de la propia biografía. Afrontarla de
modo adecuado depende en buena parte de cada uno. Darle su sentido auténtico será posible desde
un sano realismo y, sobre todo, desde una mirada hacia el horizonte que nos abre a Dios y al
significado más profundo del sufrimiento humano.